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Pablo Aranda
Jueves, 17 de julio 2014, 02:12
A la entrada de Aqualand te ponen en el hombro un loro que se llama Kico y te colocan ante un fondo selvático para una foto a 10¤, pero traspasada esa primera frontera todo son facilidades. El parque está cuidado y el personal es abundante, como abundante es la población extranjera torsos quemados, tatuajes para todos los gustos- y sin embargo muchos de los socorristas no dominan otros idiomas. «Nos exigen un mínimo de inglés», confiesa uno de ellos, «pero un mínimo muy mínimo». En la siguiente atracción, una socorrista vestida de rojo y amarillo ejemplifica lo dicho por su compañero: pide en inglés a una madre que se tire con los brazos cruzados y la mujer pregunta en su idioma pagano si el niño pequeño va delante o detrás y la socorrista insiste «sí, con los brazos cruzados». Una adolescente española sobradamente preparada le explica que delante, y la joven se pierde por un tubo oscuro (¡con nombre inglés, Black hole!) y un adulto que quiere escribir una crónica y que padece vértigo y claustrofobia pregunta en español por el porcentaje de clientes que aparecen sanos y salvos al otro lado del Black hole (Agujero negro). «Todos, señor», responde la socorrista, atenta a las señales de sus compañeros desde otros puntos de la atracción. La amenaza del Kamikaze un tobogán de 22 metros de altura, el más alto de Europa- continúa igual de amenazante 25 años después, pero casi todo lo demás parece nuevo. Porque hace 25 abrió, entonces con el nombre de Aquapark, abrió este paraíso del agua, el primer parque acuático de la Costa del Sol.
Un niño de cinco años se pone de puntillas ante el medidor que indica la altura mínima para las atracciones más arriesgadas. La madre respira aliviada y le consuela con un «tírate por la serpiente, mi amor, verás qué chulo» y el socorrista de la Anaconda le indica con gestos a la compañera de la piscina, donde caen los que se tiran por la serpiente, con gestos de pista de aeropuerto, que atención que va un niño que dice que sabe nadar pero no sé no sé, y la socorrista se acerca a la boca izquierda de la serpiente bicéfala y bífida y espera al niño que sale disparado a la piscina, tratando de componer una sonrisa que oculte esto que se siente cuando se es tragado por una serpiente. Hay una zona infantil llena de fuentes y toboganes fáciles, piscinas y esculturas simpáticas con cubos rojos, verdes y amarillos que se van llenando de agua hasta volcarse sobre la cabeza infantil que siente la lluvia repentina, con más socorristas atentos que cada hora van cambiando de actividad. En la piscina gigante, hay olas artificiales de más de un metro de altura.
Hay un restaurante donde comerte una hamburguesa de luxe por 12¤, aunque también puedes comerte una normalita por 6 en un puesto donde de postre te sirven un gofre para seguir haciendo el cafre. También puede uno sentarse bajo una de las sombrillas del césped mullido y verde y sacar de la bolsa un bocadillo de tortilla y un filete empanado, que sigue siendo (también 25 años después) el menú español para las excursiones, lo cual abarata costes aunque no veas el sueño, a ver quién convence al niño de que a los Conos no, mi amor, espera un par de horas a terminar de hacer la digestión.
Los conos son en realidad los Crazy cones (Conos locos, parece el título de una película de Esteso), que es otro tubo retorcido con aberturas en las curvas por las que ves el cielo y un trozo de Torremolinos, aberturas por las que estás seguro de que vas a caer y sientes el miedo básico, simple e insoportable, pero al final llegas abajo y te palpas las mollas y sí: aún vives. Si el Kamikaze es el clásico desafío, el desafío moderno es el Boomerang, dios, qué miedo. En forma de U, las paredes son casi verticales y la caída sobre un flotador desafía las leyes físicas más elementales. Un hombre de aspecto moderno pero con un gran tatuaje del escudo del Real Madrid en el hombro, grita a su explosiva pareja «qué cague, cari» tras sobrevivir al Boomerang. «Claro que sí, todos sobreviven», insiste una trabajadora protegida por su gorra roja. En la enfermería confirmamos que no hay cadáveres. Curan a un niño de una pequeña raja en la barbilla. Preguntado si le duele, majete, la madre pide con educación que no se le hagan preguntas, «entienda que en este momento no quiera hacer declaraciones», declara, como si fuese la representante de un (pequeño) fenómeno mediático. «Casi sólo atendemos torceduras por caídas. Es un parque seguro», asegura la médica.
Un socorrista se lanza al agua al percibir que quizá ese hombre gordísimo ha caído mal de un tobogán sencillo, el Multipistas. La profesionalidad contrasta con la de la socorrista desganada de la atracción de al lado. El buen socorrista habla inglés muy bien y, preguntado por el comportamiento según nacionalidades, afirma que los ingleses son muy educados. «No hay problema con nadie», se detiene a pensar unos segundos, «bueno, los franceses no hacen caso». «¿Los españoles?», repite un responsable del parque la pregunta que se le ha hecho, «ya sabes cómo somos, hay de todo», y sonríe. Una vez dentro se pueden adquirir entradas para otra jornada, más baratas. Muchos las compran. «Ha sido un gran día», ríe una muchacha inglesa. «Volveremos», asegura un hombre sueco. Sin duda merece la pena Aqualand. Más de veinte años después sigue mereciendo la pena. A la hora de cierre ya no está Kico, el loro.
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