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JAVIER MUÑOZ
Sábado, 30 de enero 2010, 02:38
Recorrió parte de la ciudad acompañada por sus cuidadores, una fuerte dotación policial y una muchedumbre de curiosos. El cortés animal visitó al prefecto, quien le dio la bienvenida reservada a una bella extranjera». La protagonista de estas líneas, redactadas por un gacetillero de Lyon, es una jirafa que se hizo inmensamente popular entre los franceses durante el verano de 1827 al cubrir los 885 kilómetros que separan Marsella de París en 42 días, al cuidado de dos sirvientes africanos y precedida por un rebaño de vacas lecheras. La fiera, que era un regalo del pachá de Egipto al rey Carlos X, fue recibida solemnemente por el monarca y su ministro del Interior en el palacio de Saint Cloud, donde protagonizó una divertida exhibición después de haber atravesado varias ciudades y de haber surcado viñedos y colinas. Michael Allin relata aquella extravagante peripecia en 'Zarafa' (Ed. Apóstrofe), un libro que explica mejor que cualquier tratado académico la admiración y rechazo con que Oriente y Occidente se han observado a lo largo de la historia.
Zarafa es la palabra árabe que designa genéricamente a las jirafas. Significa 'cautivadora' y 'preciosa', lo que no impide que esos animales puedan noquear a un león de una coz y ser más veloces que un caballo. Por extraño que parezca, jamás se había visto en Francia ningún ejemplar vivo de esa especie hasta 1827, y el último que se recordaba en Europa había sido exhibido en Florencia durante el siglo XV. Decenas de miles de parisinos acudieron al Jardin des Plantes, el zoológico real, para contemplar a la exótica visitante, que consumía 25 litros diarios de leche y era capaz de avanzar 27 kilómetros en una jornada. «Parece mal hecha, anda con un equilibrio precario. Sin embargo, uno queda fascinado al verla», resumió monsieur Salze, miembro de la Academia de Ciencias de Marsella, quien coincidía con los demás naturalistas del siglo XIX en que aquella mezcla de camello y leopardo era un jeroglífico de la naturaleza.
El ejemplar de 'cameleopardalis'-término científico tomado de los romanos- era una hembra que llegó a medir 3,7 metros. Su cuerpo disecado recaló con el tiempo en el Museo de Historia Natural de La Rochelle, donde aún se conserva, aunque las pasiones que llegó a despertar se han diluido en el recuerdo: los franceses escribieron poemas para la jirafa y decoraron vajillas con su figura; pusieron el nombre de 'giraffe' a calles, tabernas, posadas e incluso a la gripe que se declaró en 1827. Cuando el animal llegaba a una población, escoltado por gendarmes a caballo, las autoridades organizaban un recibimiento oficial, y las fuerzas vivas se reunían para examinarlo de cerca y discutir sobre sus cuernos, el cuello descomunal, la cola sin pelo. No menos desconcierto causaban las manchas de su piel o la lengua morada de medio metro.
El sambenito
El pachá Mehmet Alí había enviado aquella jirafa a Francia para suavizar su imagen de déspota cruel y traficante de esclavos, además de bebedor infatigable, propenso a desaparecer en su harén durante varios días. Antiguo mercenario albanés, analfabeto hasta la edad adulta, había llegado al poder en medio del caos en que quedó sumido Egipto tras la invasión de Napoleón, que despertó en Occidente una fiebre por la cultura oriental. Alí gobernaba a su pueblo con mano férrea, pero, al mismo tiempo, agasajaba con fieras a los monarcas europeos para contrarrestar la etiqueta de enemigo de la civilización cristiana, un sambenito que le colgaron en Occidente, a pesar de que se rodeaba de ingenieros, científicos y aventureros europeos, y de que confió la dirección de su ejército a militares franceses veteranos de la ocupación de su país.
A decir verdad, el pachá admiraba tanto al general corso que incluso envió a sus hijos a estudiar a Francia. Sin embargo, ofendió a la Cristiandad cuando prestó sus soldados al sultán de Constantinopla para luchar contra los griegos, que se habían rebelado contra el Imperio otomano y recibían apoyo militar de los británicos. Esperando acallar las voces que pedían una nueva cruzada cristiana contra los musulmanes, el déspota egipicio intentó ganarse las simpatías de Carlos X, el segundo monarca que reinaba en Francia tras la derrota de Napoleón en Waterloo. La idea se le había ocurrido al cónsul francés en Alejandría, Bernardino Drovetti, un ladrón de tumbas que comerciaba con antigüedades y fieras. Drovetti, que se había convertido en confidente de Mehmet Alí, le sugirió a éste que ofreciera una jirafa al soberano en señal de buena voluntad, consciente del apego que Carlos X sentía hacia su colección de animales salvajes.
Y así se hizo. El mismo día que los mamelucos del pachá y sus soldados sudaneses ocuparon Atenas, cuna de la civilización y de la democracia occidentales, 'zarafa' hizo su entrada en Lyon, camino de la capital francesa, siguiendo mansamente a unas vacas y acompañada por dos antílopes africanos y unos carneros de Córcega. De la jirafa se ocupaba el naturalista Ètienne Geoffroy Saint Hilaire, veterano de la expedición de Napoleón a Egipto y fundador del Museo de Historia Natural. El científico, un experto en aberraciones del mundo animal, se encariñó enseguida de la huésped africana, aunque su viaje a París fue un calvario. Debido al reumatismo que padecía hizo el camino en un carromato, en compañía de un ayudante, un arriero y dos curiosos personajes llegados de Egipto: el sirviente Hassan y el esclavo sudanés Atir.
Un impermeable
La caravana, en la que un mozalbete de origen egipcio hacía las veces de intérprete, dejaba atónitos a los labriegos cuando avanzaba a campo abierto de una ciudad a otra. 'Zarafa' desafiaba al frío y la lluvia con una capa impermeabilizada de dos piezas que llevaba bordado el escudo de la casa real francesa. Las autoridades de cada región eran informadas de su ruta para prevenir accidentes con carros y animales de tiro. A las personas que se congregaban para verla les explicaban que había recorrido miles de kilómetros durante tres años desde las altiplanicies de Etiopía, donde la capturaron cuando era una cría, ya que esos animales no aceptan la cautividad si los atrapan en edad adulta, e incluso son capaces de 'suicidarse' dejando de comer.
Encaramada a un camello, la pequeña 'zarafa' fue trasladada a Sennar, un puesto esclavista situado en la ribera del Nilo, y luego siguió probablemente el curso del río hasta Jartum, la actual capital de Sudán. Tras una prolongada estancia en aquel enclave, descendió por el Nilo hasta Alejandría, resguardada del sol por una tienda de tela, y desde allí cruzó el Mediterráneo rumbo a Marsella. Cuando llegó a su destino, en octubre de 1826, la jirafa ya medía 3,5 metros. El capitán del barco había tenido que abrir un agujero en cubierta para que asomara la cabeza desde la bodega, en la que compartía espacio con los dos antílopes que más tarde la acompañaron hasta París y con dos caballos del general Boyer, un militar que regresaba a casa tras haber prestado sus servicios al pachá.
La 'bella extranjera', como bautizarían a 'zarafa' en Lyon, era de la variedad masai, la más pequeña de su especie, y llevaba colgado al cuello un amuleto con unos versículos del Corán. No era la única jirafa que cruzó el Mediterráneo en aquellas fechas. Los británicos se enteraron de que Mehmet Alí iba a honrar a Carlos X, de modo que el pachá tuvo que despachar otro presente similar al Reino Unido para no desairar al soberano Jorge V. Las dos fieras fueron capturadas a la vez en Etiopía, pero la que recaló en Londres estaba enferma y no despertó simpatías entre los británicos, que preguntaban burlonamente si aquel animal de salud tan quebradiza acabaría embalsamado igual que su rey.
La jirafa de Carlos X recibió, por el contrario, una acogida principesca. Durante el invierno y la primavera que pasó en Marsella, antes de partir hacia París, se granjeó el cariño del prefecto, que en las cartas que intercambió con Saint Hillaire se refirió a ella como «mi hija adoptiva». 'Zarafa' se acostumbró a las multitudes y a las escoltas policiales que la flanqueaban con los sables desenvainados en cada etapa de su viaje. Las mujeres se enamoraron de su fisonomía y comenzaron a peinarse 'á la giraffe', un tocado que las obligaba a sentarse en el suelo de los carruajes para no aplastar sus cabellos contra el techo. Entre los caballeros se popularizaron el sombrero y el nudo de corbata 'jiráficos', y los panaderos amasaron un pan 'á la giraffe'. Hasta el escritor Stendhal organizó una excursión por el Sena para contemplar la atracción de Saint Hillaire, pero su plan se frustró porque la caravana entró finalmente en París por el río.
La fascinación de los franceses por 'zarafa' contagió al propio rey, que ordenó a sus ministros que le informaran con regularidad sobre la forma en que se adaptaba al clima europeo. Tan ansioso estaba el soberano de contemplarla que quiso salir a su encuentro en la capital francesa, pero su esposa, María Teresa, le contuvo, recordando que el pachá era un gobernante inferior. Lo apropiado era quedarse en el palacio de Saint Cloud, a unos kilómetros de París, esperando a Saint Hillaire y su comitiva.
La fimosis de Luis XVI
Carlos X y María Teresa, primos carnales, formaban una pareja tan singular como la jirafa. Él era un aristócrata anglófilo que había sido coronado a los 67 años. Ella era la primogénita de los decapitados Luis XVI y María Antonieta, y se ganó el apodo de Madame Royale porque estaba obsesionada con la pompa cortesana. El destino se cebó con su familia. A su padre le enviaron a la guillotina en 1793, durante la Revolución Francesa, después de haber pasado siete años sin consumar su matrimonio porque no se decidía a operarse de fimosis. María Teresa vino al mundo en 1778, cuando se resolvió aquel problema de Estado, que obligó a su tío por parte de madre, el emperador austriaco, a viajar a Francia de incógnito para apremiar al progenitor.
En los 50 años siguientes, María Teresa pasó de ser la 'huérfana del templo' -así la bautizaron los revolucionarios cuando vivía encerrada en un convento- a convertirse en Madame la Delfina una vez que la monarquía fue restablecida en Francia y su marido ascendió al trono en 1824. Ni siquiera 'zarafa' se libró del protocolo que implantó en Saint Cloud, donde fue recibida el 9 de julio de 1827. «La Corte en su conjunto opinó que, cuando corría, era algo extraordinario», informó la prensa.
La locura que se desató en Francia confirmó al pachá había dado en el clavo con su estratagema. Sólo en julio y agosto, cien mil personas pagaron una entrada en el zoológico real para divertirse con la jirafa, que se quedó definitivamente en París con el sudanés Atir. Por desgracia, Mehmet Alí no obtuvo los frutos políticos que pretendía. La caída de Atenas en poder de los otomanos alarmó a los europeos, y el Reino Unido, Francia y Rusia crearon una flota para respaldar a los griegos. Al enterarse de lo que se avecinaba, el pachá envió al cónsul Drovetti a París para comunicar a Carlos X que no tenía inconveniente en traicionar a los turcos y aliarse con Francia. No sirvió de nada. Ese otoño, la escuadra egipcia fue derrotada en Navarino y Grecia, que tenía a Lord Byron entre sus partidarios, obtuvo la independencia.
Sin embargo, Drovetti no hizo el viaje en balde: vendió otra colección de fieras al rey y comprobó que los colores de moda en París eran 'vientre de jirafa', 'jirafa enamorada' y 'jirafa exiliada'. Años después le pedirían que moviera los hilos para que el obelisco de Luxor fuera trasladado a la capital francesa... Pero ésa es otra historia.
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