
RAFAEL M. MAÑUECO
Domingo, 8 de noviembre 2009, 03:52
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Mijaíl Gorbachov dijo hace unos días en Berlín que el proceso que condujo a la caída del Muro se gestó años antes, no sin el consentimiento de Moscú. El ex presidente soviético casi dio a entender que él y sus colaboradores lo habían calculado.
Es cierto que su 'perestroika' (apertura y transformación), la 'glasnost' (transparencia informativa), el 'nuevo pensamiento' y la 'coexistencia pacífica', que aplicó pese a la resistencia numantina del sector más recalcitrante del partido, abrieron la caja de Pandora que hizo saltar por los aires el sistema comunista en los países vecinos del Este europeo durante el otoño de 1989.
Pero, a juzgar por el bandazo dado a su política tras ver cómo eran derribados, uno tras otro, los regímenes títeres que amparado por los acuerdos de Yalta y Postdam Stalin colocó en la proximidad de las fronteras soviéticas tras el final de la II Guerra Mundial, parece obvio que Gorbachov se asustó al percatarse de que la situación se le había ido de las manos. El imperio soviético se había empezado a desmoronar y el destino de la URSS estaba sentenciado de forma irremediable. La guerra fría había acabado en estrepitosa derrota.
Dentro del Kremlin, los detractores de las reformas, capitaneados por el jefe de filas del ala dura del PCUS, Egor Ligachov; ya habían advertido a Gorbachov de que renunciar a la doctrina de la 'soberanía limitada, impuesta por Leonid Brézhnev acarrearía consecuencias imprevisibles. Con ella, la URSS se reservaba el derecho de intervenir, incluso con la fuerza, en los asuntos internos de sus satélites socialistas, como ya había sucedido en Hungría (1956), Checoslovaquia (1968) y luego en Polonia (1981) con el golpe de Estado del general Wojciech Jaruzelski.
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'A su manera'
La misma insinuación le habían hecho los dirigentes de la República Democrática Alemana, Bulgaria, Checoslovaquia y Rumanía, Erich Honecker, Todor Zhivkov, Gustáv Husák y Nicolae Ceaucescu, molestos porque veían su sillón tambalearse e intuían que aquello no podía conducir a nada bueno. Pero Gorbachov continuó adelante con su 'doctrina Sinatra', llamada así porque permitía a los aliados de Moscú actuar 'a su manera', como decía en su canción el famoso intérprete.
Puede que Gorbachov no hubiera querido llegar a tanto, pero se convirtió en símbolo del cambio que tanto anhelaban quienes estaban hartos de sufrir la opresión del sistema. Su viaje a China, el 15 de mayo de 1989, atizó la revuelta estudiantil, comenzada un mes antes, y aceleró el trágico desenlace de Tiananmen.
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Su presencia en Berlín Este, a comienzos de octubre de 1989, para participar en las celebraciones del 40 aniversario de la RDA, también soliviantó a las masas. Un mes después caería el Muro. Nikolái Rizhkov, ahora senador y entonces presidente del Consejo de Ministros de la URSS, cree que lo sucedido en la capital alemana el 9 de noviembre de 1989 «constituyó un gran paso hacia la caída del comunismo y la desintegración de la URSS», pero fue puramente simbólica.
La pared de hormigón que separaba el Berlín Este del Oeste no servía ya para nada desde que, a partir del 27 de junio de 1989, la frontera húngara con Austria se convirtiera en un coladero de ciudadanos de la RDA huyendo hacia Occidente. Hungría avanzaba entonces a toda velocidad hacia la emancipación, conseguida antes por Polonia, que formó su primer Gobierno no comunista en septiembre. El castillo de naipes terminó de venirse abajo con las revoluciones en Checoslovaquia, Bulgaria y Rumanía.
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