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CULTURA Y ESPECTÁCULOS

El vampiro de Aranjuez

Me encontré con un vampiro con el ala izquierda rota. Me lo llevé a mi casa, lo curé y le di todo lo que tenía. Me pidió el corazón, también se lo di, lo devoró, y esa misma noche huyó al bosque. Me quedé sin vampiro y sin corazón. Truman Capote

ALFREDO TAJÁN

Sábado, 1 de agosto 2009, 03:34

E N la madrugada del martes 15 al miércoles 16 de mayo de 2007 en la suite Pepita Tudó del Hotel Príncipe de La Paz de Aranjuez, expuse ante José Luis Cabrera y Aurora Luque, mi teoría de que la escritora malagueña María Rosa de Gálvez (1768-1804), probablemente había muerto envenenada por orden de la reina María Luisa. A pesar de que me basaba en el volumen III de 'Los anales' de Mendíbil y Costa (de Iriarte Ediciones, Madrid,1834) y en la 'Correspondencia Real Oculta' (Ed. Conde de Toreno, Madrid, 1837), aquella noche mis contertulios se mostraron incrédulos, sobre todo mi querida Aurora, que descalificó el opúsculo de Mendíbil y Costa sobre la Gálvez. Aurora insistía en que le ofreciera datos, no interpretaciones y me exigía conclusiones verídicas. En el fondo hizo bien, no fiarse, porque yo lo hice y hoy presencio mi vida declinante, a solas con la luna y sin que nadie detenga mi sed.

La tormenta que se desató aquella madrugada, unida al desmelenamiento alcohólico, propició que mis contertulios se retiraran a sus respectivas habitaciones, y yo me quedara solo, mejor dicho, solo no, sino escoltado por los dos volúmenes que antes nombré y que guardaba en mi maleta desde esa misma mañana, pues milagrosamente me los había agenciado en una oscura librería de Cuesta Moyano de Madrid. Al iniciar mi lectura se produjeron las sorpresas: en 'Los anales...'; la propia María Rosa de Gálvez, en carta manuscrita, fechada el 2 de septiembre de 1806, manifiesta «...mi agonía es espantosa, he impugnado al médico enviado por la Reyna, he rechazado las pócimas de mi cocinera, he despedido a mis sobrinas, he hecho venir a mi albacea, y entre las idas y venidas de unos y otros, de pronto, se ha colado en mi aposento un Guardia de Corps, que se ha presentado como Gaspar Montiel e Ydañez, y que dijo venir de parte de Manuel (Godoy), Montiel ha permanecido un buen rato conmigo y no les puedo explicar qué extraño remedio ha utilizado, pero ahora me siento ligera y aérea, como en otro mundo...»; en otra misiva de su puño y letra (del 1 de octubre), la escritora insiste: «Sé que no estoy mejorando, sin embargo, la presencia del apuesto Don Gaspar me anuncia que la muerte será para siempre mi aliada...».

Cuando terminé de leer aquella nota de la Gálvez un profundo temblor se apoderó de mí. Cerré el libro y fui a guardarlo en mi maleta. Cuál no sería mi asombro, al abrir de nuevo la maleta apareció el otro volumen que había adquirido en Cuesta Moyano, la 'Correspondencia Real Oculta', abierta por la página 154, con apostilla y nota preliminar: «A pesar de la fama de mujeriego del Príncipe de la Paz, de su famosa 'liason' con la reina María Luisa de Parma y con otras tantas mujeres de distintos estratos sociales, las lenguas maledicientes, y no tan maledicientes, aseguran que Godoy también mantuvo una relación insana con un Capitán de Corps llamado Gaspar Montiel e Ydañez, un joven y gallardo militar de oscuro origen, al que Godoy de inmediato puso a su servicio en la Casa Palacio de Aranjuez. Según defienden algunos cronistas, Gaspar Montiel alivió, en su lecho de muerte, a la dramaturga malagueña María Rosa de Gálvez. Durante los seis años de la Guerra de la Independencia, se pierde el rastro de este enigmático individuo; cierta historiografía conservadora mantiene que un tal Gaspar M. Ydañez murió de un estacazo en el pecho que le propinó mientras dormía un canónigo de Aranjuez, que en su descargo aseguró que la víctima era un chupasangre, estos hechos datan de julio de 1817».

En el preciso momento en que cesaba mi lectura dieron tres golpes en la puerta y yo ni siquiera pestañeé, me quedé inmóvil; volvieron a insistir, otros tres golpes más nítidos, secos y espaciados. Me levanté y abrí la puerta. Frente a mí un joven de unos treinta años, moreno, muy pálido, bastante alto, con una bandeja en la mano, me preguntó:

-¿Ha llamado el señor?

-Que yo sepa, no.

-Sí, señor, ha llamado, pero lo ha olvidado, aquí le traigo el zumo de tomate que ha pedido.

Sin que pudiera oponer la más mínima resistencia, el arrogante camarero me atravesó y se filtró en la habitación. Caí en la cuenta de que no caminaba, sino que se deslizaba despreciando la gravitación terrestre, levitaba. Con sus delicadas manos me sirvió el zumo que tenía una densidad y un color mucho más oscuro que el habitual.

-Beba-, me ordenó.

Yo me eché hacia atrás, aterrorizado, porque los ojos de aquel hombre fulguraban como los de un espectro con un hilo de vida y su piel de porcelana parecía que iba a estallar y hacerse añicos.

-¿Qué lee el señor?- sus dulces modales pertenecían a otra época.

Sin que pudiera evitarlo me arrebató el volumen, sus ojos precisamente se posaron en la página donde se describía la muerte de Gaspar M. Ydañez por estacazo, entonces su rostro sufrió una horrible transformación maléfica y antes de que yo pudiera formular cualquier pregunta, arrojó con fuerza el libro contra la ventana que al estar cerrada soportó milagrosamente la embestida. Después se puso a dar vueltas sobre sí mismo como un animal acorralado hasta que se cansó, dio un salto hacia mí y me cogió del cuello, acercó su cara a mi cara, sus labios rozaron los míos, abrió su boca, sus dientes eran los de una hiena, con su lengua se acariciaba los caninos, largos y afilados, su aliento tenía el mismo aroma que el de una ciénaga.

-Ese maldito cura-, dio un grito contenido, yo me comportaba lo mejor posible. Cazaba muy poco, atacaba a enfermos, a ancianos, incluso a liberales. En cien años sólo seis tiernos infantes. Pero se obsesionó conmigo, me persiguió y quiso aniquilarme, aunque -emitió una sonrisa de odio- no lo consiguió porque vinieron a rescatarme de aquella horrible tumba mis fieles amigos Manuel y María Rosa.

Entonces Gaspar Montiel e Ydañez, o su apariencia demoníaca, se desprendió de mí y se desabrochó la camisa:

-Mira.

Yo cerré los ojos, no quería ver ni saber nada más.

-¡Mira!

Abrí los ojos y vi aquella espantosa cicatriz mal suturada. No pude evitarlo, me embargó un sentimiento de enorme piedad, me acerqué y hundí mi rostro en aquel níveo pecho de arcángel. Entonces fue cuando el tiempo se congeló para mí, cuando supe que la vida, por lo menos, necesita de un siglo anterior para hacerse soportable y que la sangre no sólo fluye sino que es el alimento de la inmortalidad.

No he podido contar mi experiencia a Aurora ni a José Luis porque no me despedí de ellos al día siguiente alegando una fuerte resaca. La realidad era y es otra: desde que se produjo mi encuentro con Gaspar Montiel e Ydañez sólo salgo a la hora del crepúsculo. Gaspar me espera ansioso en la puerta de los Jardines y paseamos largas horas al abrigo de la noche. A veces, en las noches estivales, llegamos hasta la Casita del Labrador donde el Príncipe de La Paz y María Rosa de Gálvez nos reciben con gran alborozo, y charlamos y bailamos hasta que el sol lanza sus primeros rayos, en ese momento huimos a nuestros putrefactas madrigueras.

No obstante, a pesar de mi transformación, yo sigo manteniendo mi teoría del envenenamiento porque la Reina María Luisa nunca acude a nuestros saraos y sé que la Gálvez, aunque no dice ni pío, la detesta.

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