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PRIMERA PARTE: UNA AUTOBIOGRAFÍA

El Chule y yo

PPLL

Lunes, 6 de octubre 2008, 03:22

LA verdad es que guardo un gratísimo recuerdo de aquellos tiempos de adolescencia, de las amistades que se forjaron y que, en muchos casos, aún permanecen vigentes. Es la cara de unos años inolvidables. La cruz: mi casi legendaria y gran 'timidez' para los estudios experimentó un agravamiento espectacular. Los números cantan y no dejan resquicio a la duda: en junio suspendí la friolera de ocho asignaturas. O lo que es lo mismo: todas las materias, salvo lengua francesa -mi estancia en el colegio de Peñarroya-Pueblonuevo se notó a la hora de cosechar ese éxito parcial- y gimnasia. La situación era alarmante, desesperada.

Al menos eso fue lo que debieron de pensar mis atribulados padres, que adoptaron la drástica decisión de 'condenarme' a pasar el verano en el centro Campillos de Málaga, que no era otra cosa que una especie de reformatorio pensado para dar una o varias lecciones a niños pijos que no estudiaban, un perfil que, al parecer, se correspondía con los de un servidor y mi gran amigo el Chule (siete suspensos, que tampoco está nada mal), compañero de fatigas durante aquel verano de 1969 en Málaga.

Cuando el Chule y yo nos enteramos de que íbamos a pasar la canícula acuartelados en Campillos, empezamos a hacer novillos a destajo. ¿Qué más daba una falta más o menos si ya estábamos condenados! Entrábamos al cole por una puerta y salíamos por la otra. Acto seguido, nos llegábamos al parque y fumábamos como carreteros mientras el curso seguía sin nosotros.

Fue el Chule el que me aficionó al tabaco, un vicio del que aún no he podido desengancharme. En justa venganza, yo le casé algunos años más tarde. Un poco antes de los esponsales, el Chule se licenciaría en Filosofía pura y actualmente se dedica al asesoramiento en materia de imagen. Seguimos siendo muy amigos.

Tras la incursión en el presente a cuenta del Chule, regreso a mi 'tormentoso pasado'. En el reformatorio para niñatos de Campillos se acabaron las tonterías y las fumatas: el régimen era riguroso al máximo. Durante todo el largo estío, sólo salimos una hora y media del correccional y porque eran las fiestas del pueblo, que si no, nada de nada.

Nunca podré olvidar mi estancia junto al Chule en aquel colegio que tenía una disciplina como de campo de entrenamiento de marines. Gracias a esa mano dura, no me duelen prendas en reconocerlo, en septiembre aprobé las ocho que me habían quedado en cuarto y dos partes de la Reválida. Dejé una tercera parte para febrero y también la superé. Sin embargo, volví a suspender cuatro asignaturas en quinto. Una de cal y otra de arena. Lo mío con los libros era como el Guadiana: ora desaparecía, ora aparecía.

Viendo mi padre -siempre ha sido una persona muy observadora- que aún conservaba cierto grado de 'timidez' a la hora de hincar los codos, decidió hablar con un cliente -no sé si lo he dicho ya: mi progenitor es abogado- y amigo suyo llamado Ángel García, que era propietario de un garaje de coches y autobuses, para que trabajase allí y consiguiera borrar de una vez mi 'timidez' para los estudios. El caso es que funcionó: a fuerza de limpiar las manchas de las carrocerías de los automóviles, aprendí que debía dejar mi expediente académico como una patena.

Fue convincente la experiencia, sí que lo fue. En septiembre aprobé dos de las cuatro y pude acceder a sexto y Reválida. En febrero, me quedé totalmente libre de suspensos y sin ningún problema. No era de notables ni sobresalientes, pero aprobé. Lo mismo me ocurrió con el ya también extinto Curso de Orientación Universitaria (COU), que pasé por los pelos, pero pasé. Nunca he sido una lumbrera de las aulas. No tengo el más mínimo problema en admitirlo, pero, por suerte, nunca repetí curso o perdí un año. Así que pude entrar en la universidad con sólo dieciséis años, concretamente en la Facultad de Derecho que la Universidad jesuita de Deusto tenía en Madrid (ICADE, que poco después pasó a depender de la Universidad de Comillas). Como había nacido en diciembre, siempre fui el benjamín de la clase.

Las perchas de Ruidera

Mi etapa preuniversitaria fue una delicia. Salvo los veranos de Campillos y del garaje, que fueron menos maravillosos por razones obvias, pasábamos las vacaciones estivales en Ruidera, junto a las renombradas lagunas de agua clara y fresca. Precisamente allí tuve mi primer contacto con la Justicia. No con la oficial, con la de togas negras y puñetas, pero era Justicia a fin de cuentas. El episodio dejó huella en Ruidera. Mis amigos del lugar aún lo recuerdan con regocijo. Entonces fue una travesura de niños, pero hoy en día se juzgaría como un robo con fuerza y escalo. Tal y como ya anunciaba Bob Dylan, los tiempos han cambiado.

Ocurrió en el verano de 1967 o quizá de 1968. Lo que sí recuerdo con absoluta claridad es que yo era el pequeño de la pandilla. Es decir, que en el grupo había 'grandes' y, además, eran los que mandaban. Sus órdenes no se discutían: se acataban y punto. Total, que los 'jefes' decidieron un mal día que teníamos que entrar en un chalé para investigar, una actividad muy propia de la edad. ¿Quién no ha metido las narices donde no debía siendo adolescente? Pues eso.

Los propietarios de la vivienda eran unos amigos de nuestros padres que hacía ya unos años que no iban por allí. Así que no había nada que temer. Al menos, a priori.

Entramos en la casa por la mañana y después de abrir -o forzar, que siempre hay opiniones para todos los gustos- una ventana metálica. Una vez dentro del chalé, caímos en la cuenta de que no éramos los primeros intrusos que allanaban aquella -para nosotros- misteriosa morada.

¿Cómo llegamos a esa conclusión? Sencillo: en las paredes había unos grafitis de pequeño tamaño; era como si nuestros antecesores hubiesen querido ser gamberros, pero sólo un poquito.

Tras el importante hallazgo de las pinturas rupestres, recorrimos todas las estancias del inmueble y 'decomisamos' unas perchas minúsculas que colgaban solitarias en un armario. Era nuestro trofeo, la evidencia de nuestra indómita valentía. Se las regalaríamos a las niñas para fardar de la proeza. Fue un error que terminaría por precipitar nuestra caída. Las dichosas perchas acabaron siendo nuestra perdición: la prueba de cargo para inculparnos, el cuerpo del delito. Al cabo del tiempo, una de las perchas -¿maldita sea la hora en que se nos ocurrió cogerlas!- apareció flotando en una piscina, como los cadáveres en las películas americanas de detectives. Ya teníamos los ingredientes precisos para salpimentar y cocinar el drama. Las oportunas investigaciones comenzaron de inmediato. Por supuesto, no se dio parte a la Guardia Civil. Todo quedó en casa. El 'instructor' del caso fue mi padre, que, como ya he dicho, era hombre de leyes (también ejerció de juez durante un tiempo). Fue elegido por unanimidad por el resto de los progenitores. Sus hábiles pesquisas no tardaron en dar los frutos esperados (por ellos, no por nosotros, claro).

El instructor, o sea, mi padre, sometió a la pandilla a una mínima presión psicológica y no hizo falta más. Ni tercer grado ni gaitas. Un interrogatorio sin calorías, 'light' a tope, pero sumamente efectivo. Nos derrumbamos como alfeñiques. Un auténtico sabueso, mi padre. Sí señor O eso, o nosotros éramos unos cobardicas de tomo y lomo, que es una posibilidad que tampoco puede descartarse.

El caso es que los -hasta ese momento- presuntos autores de la okupación perdimos el título de presuntos a las primeras de cambio. Fuimos cantando uno detrás de otro con gran alarde de detalles. No importó que otros chavales -como había quedado demostrado por el hallazgo de las pintadas en el chalé- hubiesen incurrido antes en los mismos errores que nosotros. Era irrelevante para la causa.

Nuestro grupo pagó por todos los merodeadores e intrusos que en la historia habían sido en la zona de Ruidera y alrededores. Vamos, que nos comimos el marrón solitos.

La sentencia fue dictada -sin previo juicio: bastó con nuestras esclarecedoras confesiones- y ejecutada prácticamente al instante. Para empezar, debíamos pedir disculpas a los propietarios del inmueble, esto es, a las víctimas.

Un duro trago. Pero peor era lo que estaba por venir. Tras la solicitud de perdones en visita obligada a la mansión -todavía me sonrojo cuando lo recuerdo-, tuvimos que bajarnos los pantalones para dejar al descubierto nuestras infantiles posaderas. Con nuestros culos al aire, por resumirlo en un castellano diáfano, fuimos recibiendo una serie de varillazos de forma equitativa: a más edad, más castigo, y a menos edad, menos zurriagazos (el máximo eran cinco latigazos y el mínimo, dos). A mí me correspondieron tres, uno más de lo establecido para los pequeños. La razón es sencilla: era el hijo del instructor y ejecutor de la sentencia. ¿No me dirán que no fui un niño con suerte! Adicionalmente, estuve privado de libertad una semana. Pero no para tocarme la barriga y contemplar a las musarañas. De eso, nada. Trabajos forzados. Me pasé los siete días limpiando la parcela de nuestra casa de veraneo, junto con mi hermano Javier. En teoría, durante ese tiempo sólo podía alimentarme de pan y agua, en plan prisión del Conde de Montecristo. Afortunadamente, el 'alcaide' -mi padre- se apiadó de mí y esta última medida no llegó a hacerse realidad en su literalidad.

Supongo que no hará falta que diga que la sentencia fue de conformidad -es decir, aceptada sin rechistar por los reos- y, por tanto, no cabía recurso ni de reforma ni de apelación ni de casación, etcétera. Si no nos hubiésemos autodelatado, no me cabe ninguna duda de que el incidente habría acabado en manos de la Guardia Civil, tal era el enfado de nuestros padres.

Nunca he olvidado el sucedido que acabo de relatar. Yo diría que fue la primera formación en técnica jurídica que recibí. Sea como fuere, el recuerdo de aquella aventura adolescente me ha acompañado toda la vida. En Ruidera, donde seguimos veraneando, sirve todavía para amenizar y alargar las tertulias con los amigos.

Además del intrigante 'caso de las perchas desaparecidas', durante mi niñez cometí todas las travesuras propias de la época y de la edad. Como no podía ser de otra manera, que uno no era de piedra.

Tras la elipsis 'veraniego-delictiva' de Ruidera, retomo el relato de mi formación académica donde lo habíamos dejado: en la antesala de la universidad. Una vez superado el Bachillerato, con las correspondientes reválidas de marras, y el COU, se abrieron ante mí las puertas del mundo universitario y las atravesé sin que ello me plantease ningún dilema. Jamás me había cuestionado qué quería ser de mayor. Tenía que ir a la universidad y punto. Mi familia se había debatido tradicionalmente entre el Derecho y la Medicina.

Como expliqué anteriormente, yo me decanté por ICADE, que era un poco más que Derecho: la licenciatura incluía amplios conocimientos de Empresariales. Si cambiaba de opinión y me desencantaba de las leyes, podía dedicarme a los negocios. Eso fue lo que pensé. Calculador que era uno.

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