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PABLO ARANDA
Jueves, 3 de abril 2008, 03:56
EN estos días de incertidumbre política en los que somos gobernados en funciones, en los que la conjetura de nombramientos ministeriales se alterna, aquí en Málaga, con las hipótesis sobre cómo terminará de resolverse la crisis del PSOE local (crisis, what crisis?, se preguntan algunos dirigentes), en estos días en los que sentimos curiosidad por conocer la lista de los amigos de Roca que juntarán esos euros para que pise las calles nuevamente, sorprende que continúe destacando en titulares Mari Luz, la niña asesinada en Huelva, y las consecuencias de su muerte. En este mundo cruel en el que difícilmente impresionan sucesos terribles, tragedias que unidas a otras del mismo rango engrosan una lista de tantos casos en lo que va de año, en este cenagal en el que nos movemos, tratando de sobrevivir y de que se nos olvide que lo que hacemos es sobrevivir, lo más lógico sería ocuparnos de la supervivencia y de comprar periódicos desde cuyas páginas se nos ayude a olvidar dónde vivimos. Titulares que nos hablen de ese mundo paralelo en el que las cosas ocurren sin que aparentemente nos salpiquen. Lejos. Preferimos leer sobre la crisis del Barça y sobre la esperanza Vojan que sobre euríbor, sobre la situación en Afganistán que sobre el barrio del otro lado del río donde cada dos tardes se desarticula un punto de venta de droga sin que nada cambie, sobre el duelo entre Clinton y Obama que sobre esos menores que ya no tiranizan a sus padres sino a toda la ciudad. Pero de nuevo aparece Mari Luz, como un azote, recordándonos que este campo de batalla es un campo de batalla, Mari Luz, muerta por ser lo que era: una niña de cinco años ante cuya desgracia nos queda vomitarnos encima y plantearnos la rendición.
No obstante, la presencia de noticias sobre Mari Luz es un signo de disconformidad social. No aceptamos que esto que pasa ocurra, que estas trincheras sean trincheras y, esta metralla, metralla. La niña Mari Luz se mete en nuestros cuerpos y la inaudita, serena, maestra voz del padre de Mari Luz sale de nuestra garganta. La gente se detiene en las aceras y dice no, esto no. Y es cierto que estamos acosados por mil peligros cuyo riesgo de padecerlos aceptamos con resignación e impotencia, pero que una niña de cinco años esté a merced de un pederasta, no. Los titulares van subiendo la escala y ahora se ocupan de los daños colaterales en los altos poderes, ya no hablan de la gente de la calle sino de jueces que acusan a funcionarios y políticos que acusan a jueces y jueces que acusan a otros jueces. Muere una niña de cinco años que no tenía que haber muerto y ha de pronunciarse hasta el ministro de Justicia, en funciones. La voz del padre de Mari Luz va quedando atrás, su dolor, su control, su temple.
Nosotros también vamos ocupándonos de efectos colaterales. Como que sea gitano. Se agradece que la persona que de repente destaca del resto por su humildad, conocimiento, dominio, su ejemplo, sea gitano y nos ayude a romper -a payos y también a gitanos- la imagen de otro perfil que no ha escaseado entre los gitanos. Como si hubieran de elegir entre Iglesia Evangélica y sus aledaños y la droga y su onda expansiva. Con más vatios deberían de contar esos altavoces que multiplican el alcance de los discursos de pastores como el padre de Mari Luz, su tolerancia en mitad de la guerra, en pie hasta cuando la última granada ha estallado en su corazón.
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