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Triunfo. La peana procesional de la Virgen de la Paz de Antequera es de 1682. :: SUR
SEMANA SANTA

El profundo dolor melancólico en la obra de Antonio del Castillo

Varias imágenes de la Semana Santa tenidas como anónimas se enmarcan en la órbita del escultor antequerano

JESÚS ROMERO BENÍTEZ

Miércoles, 16 de abril 2014, 15:44

C uando muchos turistas extranjeros, particularmente aquellos que vienen de países no católicos, entran a uno de esos establecimientos andaluces, a medio camino entre el bar y la taberna y con las paredes repletas de fotografías enmarcadas con primeros planos de Vírgenes con sus mejillas bañadas en lágrimas y Cristos ensangrentados, les entra un indescriptible desasosiego. No lo entienden. No comprenden que quienes están pasando un buen rato, bebiendo cerveza y vino con el acompañamiento de la apetitosa tapa, se sientan a gusto siendo observados, aunque bien es verdad que desde la inmovilidad y el silencio, por unos personajes históricos que siendo los mismos se representa con rostros muy diferentes. Máxime viviendo en una sociedad en la que todo el mundo se empeña en buscar la felicidad a toda costa y huye a diario del dolor físico y psicológico. Qué sentido puede tener esa querencia popular, de cariz estético-religiosa, por esas figuras para ellos tan inquietantes. No se trata de esculturas marmóreas como la Piedad de Miguel Ángel o la Transverberación de Santa Teresa de Bernini, sino de esculturas de madera tremendamente humanizadas a través de la policromía, de la utilización del cristal para simular ojos y lágrimas e incluso del pelo de un pincel con el que se fabrican sus pestañas. Además, si estos turistas contemplan esas mismas imágenes cuando son procesionadas por las calles, entre respetuosos silencios o entre alegres delirios del público local, entonces ya apaga y nos vamos. Y la clave es muy sencilla: todo esto no es de hoy. Es una herencia de siglos que, con altibajos a través de los distintos periodos históricos, ha permanecido en la cultura religiosa popular andaluza como una forma de aferrarse a unas creencias y a unas necesidades identitarias. Casi como una fórmula para luchar contra esa globalización que tanto nos uniforma a través de Hollywood. El inconsciente colectivo se encarga de hacer el resto.

La pregunta que tocaría hacernos ahora es cuándo fue surgiendo todo este espectáculo de arte y religiosidad popular. Y la respuesta no es sencilla sino, antes al contrario, de una enorme complejidad histórica. Así que, dado el espacio aquí disponible, desistimos de tan amplio empeño y nos centramos exclusivamente en el origen de esas imágenes doloridas que los escultores del Barroco crearon para poner cara a las creencias de una determina sociedad, de manera que en aquellos siglos fueron la expresión más moderna de la creación artística de entonces. Hoy, sin embargo, cuando los nuevos imagineros las recrean con una clara voluntad historicista ya no son Arte del siglo XXI ni son modernas, son la expresión vernácula de unas singulares artesanías artísticas de excelente, buena, mediana o nula calidad. Pero artesanías.

Para una mejor compresión de lo que fue aquel fenómeno artístico del Barroco andaluz vamos a tomar como ejemplo la figura del escultor y entallador antequerano Antonio del Castillo, que vivió entre los años 1635 y 1704, artífice del que recientemente he publicado un estudio de carácter monográfico. Y para comprender la figura de este artista y adentrarnos en la significación de su obra tendremos que trasladarnos a la época en que le tocó vivir, que vino a coincidir con los reinados de Felipe IV y Carlos II, tan desastrosos en lo político-militar, en lo social y en lo económico, como fructíferos en cuanto a la reconocida creatividad que desarrollaron los grandes maestros del Barroco español en sus diferentes manifestaciones artísticas.

Discípulo de su padre

El escultor Antonio del Castillo, a quien en todos los documentos conservados se le antepone el 'Don', fue hijo del también escultor antequerano Juan Bautista del Castillo, aprendiendo el oficio en el taller que su padre tenía en la calle Portería Chica de San Francisco (San Zoilo), hoy denominada calle Trasierras. Fue clérigo de órdenes menores y, sin ninguna duda, personaje devotísimo como tantas gentes de su época. Tan presente estaba la religión católica en su hogar y en su vivir cotidiano que su padre fue familiar del Santo Oficio, su hermano Francisco sacerdote consagrado y, además, se dio la circunstancia que, al morir su progenitor, tanto su madre como su hermana Ana entraron de monjas en el convento carmelita de la Encarnación. Incluso, su padrino de bautismo, Cristóbal Carrillo, también era sacerdote. Cabría recordar aquí aquel dicho popular de nuestras abuelas, hoy ya algo olvidado, del 'con Dios me acuesto y con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo.'.

La Antequera que contempló la existencia de Antonio del Castillo, una ciudad más de aquella España que se comportaba como una sociedad cerrada y controlada por la Inquisición en tantos aspectos, sufrió entre otras calamidades dos terribles epidemias de peste, muriendo en la de 1679 entre tres mil y diez mil personas en menos de un año, el fuerte terremoto en 1680 en el que se derrumbaron muchísimos edificios, y dos espantosas plagas de langosta, en 1685 y 1688, de las que se dijo que «se nubló el Sol.». Es decir, una continuidad de catástrofes entrelazadas que inevitablemente erigían a la muerte en la gran protagonista de aquella época. El miedo a la enfermedad sin posible curación, la miseria y la pobreza en la que vivía una gran mayoría de la población, sólo hallaba consuelo en la religión y, más concretamente, en la esperanza de futuro que ésta representaba con la promesa de una mejor vida -la Gloria- después de la muerte. Ello explica en gran medida el éxito devocional y de culto -público o doméstico- que las Vírgenes dolorosas y los Cristos pasionarios alcanzaron en aquel momento del Barroco. En Andalucía, Pedro de Mena, José de Mora o el mismo Antonio del Castillo supieron plasmar en sus esculturas de madera policromada, a través del más elaborado naturalismo, ese sincero 'estado de dolor' en el que se representan a las figuras de Jesucristo y de su madre en los diferentes pasajes de la Pasión. Estos artistas crean y recrean unos rostros muy humanos que reflejan un profundo dolor, acentuado de melancolía, que es también fiel reflejo de la sociedad en la que viven. Sólo desde esta óptica podemos comprender la sinceridad de su mensaje.

La Dolorosas de Antonio del Castillo que hemos podido documentar y, en otros casos atribuir, parten del recio naturalismo aprendido de Pedro de Mena para adentrarse en una mayor idealización de la belleza femenina, como anticipo de la estética dieciochesca. Son Dolorosas de vestir, con las manos juntas y los dedos entrelazados, que inclinan la cabeza como gesto de abatimiento. Sus rostros se muestran ovalados, con mejillas tersas y la barbilla redondeada y centrada por un sutil hoyuelo, nariz muy fina y la mirada baja y perdida para definir una suave caída de los párpados superiores. Las carnaciones o policromía de rostro y manos, que habitualmente realizaba su primo Antonio Germán del Castillo, denotan asimismo un delicado virtuosismo lleno de matices, tanto en su base nacarada como en el uso del rojo carmín aplicado en labios, párpados y rubores.

La Virgen 'Priorísima'

La obra que de manera más paradigmática refleja lo dicho es la Dolorosa del Museo Conventual de las Descalzas de Antequera, que las monjas llaman la Priorísima, realizada por Castillo hacia 1692, pero que no entra en la clausura carmelita hasta el año 1700. Esta imagen la hizo el artista para presentarla al obispo de Córdoba, el llamado cardenal Salazar, pero finalmente se la entrega a una tía de dicho prelado que vivía en Antequera con la condición expresa de que pasaría en propiedad al convento de Carmelitas Descalzas después de que falleciera dicha señora. Al no cumplirse lo acordado, las monjas recurren ante el corregidor de Antequera, don José de Villanueva, quien dicta un auto el 12 de febrero de 1700 ordenando al alguacil mayor, don Alonso de Lara de Villamayor, tomar posesión de la imagen y entregarla a sus legítimas propietarias. Y así se hizo, pasando la dolorosa a presidir, dentro de su urna acristalada, la sillería monacal.

En esta imagen de la Priorísima concurren, además, dos circunstancias que aumentan el valor y el interés de la obra: estar perfectamente documentada e identificada y el no haber sido restaurada ni lo más mínimo a lo largo de los siglos. El estudio de los mecanismos internos de su maniquí, que siempre permanecen ocultos mediante textiles, nos ha servido para la total identificación de otra imágenes de Dolorosas muy similares en cuanto a su morfología de cabeza y manos, como es el caso de la Virgen de la Divina Providencia, en la colección malagueña de Joaquín Salcedo, o la Virgen del Mayor Dolor de la parroquia de la Asunción de Cabra. Recientemente, hemos identificado como obra de Antonio del Castillo la Virgen de los Dolores de Manilva, gracias a la amplia documentación gráfica del proceso de su restauración que conserva la Cofradía. También creemos son obra suya la Dolorosa de medio cuerpo que guarda en su casa hermandad la Cofradía de Jesús El Rico y la Virgen de la Encarnación de la Cofradía de los Dolores del Puente, ambas en la ciudad de Málaga.

Conociendo ya los grafismos y estilemas que el escultor repetía en el rostro de sus Vírgenes dolorosas caímos en la cuenta del notable parecido que también detectábamos en el rostro de la Virgen de la Soledad de la cofradía malagueña de Mena, a pesar de que su policromía le fue renovada en los años sesenta del siglo pasado.

Sabíamos que la imagen se incorporó en 1943, procedente de Antequera, a la citada congregación y que hasta las dos primeras décadas del siglo XX había sido titular de la Cofradía del Cristo de la Humildad de dicha ciudad. Dado que el archivo de esta desaparecida institución religiosa se conserva en el Archivo Histórico Municipal de Antequera, nos pusimos a investigar su documentación y allí encontramos un apunte contable de 1692 en el que se anotaba el pago de cincuenta y cinco reales «que llebó Don antonio del castillo por hacer la ymagen de nuestra señora» de los Desamparados, que no es otra que la actual Soledad de Mena. El dato es de la máxima importancia para el mundo cofrade malagueño, pues hasta el momento se venía repitiendo con insistencia que la Soledad de Mena era obra de escuela antequerana de finales del siglo XVIII. Ahora, a la luz del documento aportado, hay que agregarle un siglo más de antigüedad.

Iconografía de Cristo

En cuanto a las iconografías de Cristo desarrolladas por Antonio del Castillo nos vamos a detener en la referida a Jesús con la cruz a cuestas, que a partir de 1695 realiza para diferentes poblaciones del sur de la actual provincia de Córdoba. En aquel año recibió el encargo del prior del convento de los frailes Carmelitas Descalzos de Benamejí, fray Juan de la Resurrección, para hacer un Nazareno de vestir que repitiese los rasgos del que ya existía en su convento de Antequera, que era una obra del escultor José de Mora adquirida en Granada hacia el año 1690 por fray Francisco del Niño Jesús. Antonio del Castillo no sólo sigue fielmente el modelo del maestro granadino, sino que al hacerlo suyo lo repetirá para las poblaciones de Aguilar de la Frontera, Iznájar y Almedinilla. También creemos que es de Del Castillo el antiguo Cristo Caído de la Misericordia (Chiquito) de Málaga, escultura encargada por los frailes Carmelitas Descalzos de San Andrés, si bien esta atribución solo podemos basarla en las fotografías que se conservan de antes de su destrucción en los años treinta del siglo pasado.

La iconografía del Crucificado en el catálogo de Antonio del Castillo parte del Cristo de la Vía Sacra, documentado del artista en 1689, que ocupa hoy el ático de la capilla mayor de la parroquia de Humilladero. En este caso y en otros más, como en el Cristo de la Misericordia de la parroquia de San Pedro de Antequera, Del Castillo sigue muy de cerca la estética de Mena, en cuyo taller malagueño pudo trabajar nuestro artista después de que falleciera su progenitor.

Se suele incluir dentro del ciclo pasionista el tema iconográfico de los Niño Jesús 'de pasión' o 'pasionario' y éste es el caso del tierno y melancólico Niño Perdido de la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús y Nuestra Señora de la Paz de Antequera, que según tradición muy antigua -apuntada incluso por Temboury- talló Antonio del Castillo para esta corporación. Se trata de una escultura de tamaño natural en la que se representa a un niño desnudo de unos doce años de edad, de rostro bañado en lágrimas y en actitud de sostener una cruz alta con su mano derecha, como premonición del trágico final que le depararía el futuro.

Como entallador de retablos, andas procesionales y otros elementos de talla en madera, conviene destacar una obra de Antonio del Castillo que documentó el padre Llordén hace ya bastantes años: el Triunfo o peana procesional de la Virgen de la Paz de Antequera, realizada en 1682. Se trata de una excepcional pieza dentro de la Semana Santa andaluza, aún en uso, en la que se combinan magistralmente la belleza, la elegancia y la audacia de su diseño con la calidad de su ejecución. Además, esta obra representa uno de esos escasísimos ejemplos de andas procesionales del siglo XVII que han tenido un uso continuado a través de los siglos y que aún hoy lo siguen teniendo el Viernes Santo antequerano. Ha cambiado la ciudad, han cambiado las gentes, han pasado los siglos, pero algo ha permanecido en lo material y, aún más, en lo inmaterial. Difícil explicarlo con claridad a quienes nos visitan de otras tierras en los días de la Luna de Nisán. No lo podrían entender, como tampoco terminamos de entenderlo nosotros mismos.

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