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IGNACIO JÁUREGUI flaneurinvisible.blogspot.com.es
Viernes, 19 de julio 2013, 15:15
La ciudad de Harar se desenvuelve en dos juegos cromáticos totalmente opuestos. Si un recién llegado se echa a la calle antes de que empiece el mercado verá una ciudad resuelta de modo delicadísimo en tonos pastel. Sobre el blanco por defecto de las paredes ciegas enjalbegadas parece haberse posado aquí y allá, obedeciendo en general a leyes difíciles de descifrar, una capa leve, casi transparente de color. Si en la coronación recortada de un parapeto los cantos reverberan en rosa pálido, el interior flotará en una luz viciosamente empapada de un rosa más intenso, reflejado de las paredes laterales. Las vueltas de un ático retranqueado se van iluminando en tonos sucesivamente diluidos de celeste, en una gradación que remata impecablemente la franja superior de cielo. Hay tramos de calle que alternan violeta, anaranjado y azul claro sin más norma que una inspiración al parecer infalible. Hay, descendiendo hacia el sector más bajo de las murallas, todo un muro impregnado de un añil tan tenue y rebajado que uno ha de entornar los ojos para asegurarse de que no se trata de un efecto de la luz sobre el blanco.
Esos colores casi invisibles -apenas un devolver la luz levemente manchada- le resultan al viajero de una belleza exacerbada, frágil y dolorosa. Hará mal, sin embargo, en pensar que son representativos: una puerta abierta al fondo de un callejón ascendente enmarca un rectángulo de un naranja tan rabioso y puro que no parece pertenecer a superficie alguna. Es sólo el primer aviso; en las vías principales la explosión de color precipita a la inanidad cualquier pretensión de sutileza.
Variedad cromática
Rojo intenso, verde limón, azul celeste en los chales de las mujeres que van y vienen caminado como reinas bajo el peso de unos fardos inverosímiles; amarillo chillón de las garrafas de plástico, omnipresentes como en todo el país, que la gente emplea para acarrear agua y que examinadas de cerca resultan ser -todas, los cientos o miles de ellas- de un mismo aceite norteamericano para freír. Idéntico amarillo en la capa de un sacerdote y en pirámides de fruta entre el verde de las brazadas de juncos; negro mate de neumáticos apilados y metal tiznado de grasa, una pared maciza de piezas de automóvil, algunas al parecer tan inencontrables que atraen a coleccionistas europeos; anaranjado de los toldos de plástico traslúcido bañando una calle entera del mercado, los rostros negros encendidos de un brillo fantasmal. Un verde azulón muy particular que se repite en paredes anónimas, en la tumba del santo local, en los remates de la mezquita egipcia pintada como una tarta, y que bien puede ser el color de esta ciudad de colores.
Saturación
Rojo corporativo de coca-cola en la fachada del bar junto al matadero, las letras blancas del logo haciendo de zócalo; azul celeste de un tanque de agua ante el que se reúnen niñas envueltas en morado, fucsia, verde menta, cada una con, por cerrar el círculo, su garrafa amarilla en la mano.
La belleza se alcanza ahora por saturación. Las yuxtaposiciones violentas e impremeditadas se imponen con la evidencia del hecho dado, pero el viajero hace ya rato que, si no es por redondear este texto, ha dejado de pensar en colores. El espectáculo de vida -destartalada, mísera, intensa, jovial y sin futuro- que le está pasando ante los ojos es demasiado interesante.
Es sabido que a esta ciudad se vino a vivir, con treinta años, el poeta Arthur Rimbaud cuando se buscaba la vida en tráficos coloniales. Su abandono de la poesía por una vida durísima en estas tierras es una cuestión enigmática y atrayente sobre la que todo cronista literario ha dado su opinión. El viajero, por su parte, no tiene la menor idea de qué se le pudo pasar por la cabeza para terminar aquí.
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