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ZIGOR ALDAMA
Miércoles, 28 de septiembre 2011, 03:32
Hace justo cuatro años las calles de Rangún (nombre en español de la ciudad birmana de Yangón) se convirtieron en un río naranja que no tardó en bajar teñido del rojo de la sangre. Los monjes budistas de la antigua Birmania, rebautizada por los militares como Myanmar, se unieron a las protestas de una gran parte de la población, que exigía la moderación del precio del combustible y de algunos alimentos básicos, y consiguieron que el movimiento fuese bautizado como la 'Revolución Azafrán' por el color de sus túnicas. «Esperamos que las muertes no sean en vano», comentaba entonces a este periodista -que fue expulsado del país por tomar fotografías de una manifestación- uno de los religiosos. En mente tenía el levantamiento pro-democracia que en 1988 se cobró la vida de unas 3.000 personas. Pero no hubo suerte. Los generales de la Junta Militar aplastaron la revuelta como mejor saben, con las armas. El mundo echó un vistazo, frunció el ceño, y volvió a mirar hacia otro lado. La presión internacional forzó una farsa de elecciones, celebradas el año pasado para que los que antes vestían uniforme y medallas las ganaran ataviados ahora con traje y corbata. También se propició la liberación de Aung San Suu Kyi, la legendaria 'Dama', líder de la Liga Nacional para la Democracia y ganadora de las únicas elecciones libres que ha visto el país, en 1990.
Thiha Yarzar no pudo participar en ninguno de aquellos acontecimientos. Estaba en la cárcel. Fue uno de los primeros estudiantes que se decidieron a plantar cara a la dictadura de los generales. La rabia se desató por primera vez cuando el Gobierno devaluó la moneda con lo que los ahorros de millones de personas quedaron reducidos a calderilla. Yarzar, junto a otros veinte estudiantes universitarios firmaron una carta de protesta. Corría 1987. Como era de esperar, la misiva le granjeó su primera visita a la cárcel. «Estuve detenido sin cargos durante cinco meses», recuerda sin atisbo alguno de ira. A partir de entonces, Yarzar conoció hasta cinco prisiones diferentes. Al principio la fortuna le 'sonrió' y lo liberaron tras la masacre de 1988, pero cayó de nuevo en las garras de los servicios secretos cuando portaba una pistola y documentos relativos a la insurgencia. «Me torturaron durante dos meses para obtener información. Resistí, pero me condenaron a pena de muerte en un juicio en el que ni siquiera tuve un abogado». Dos años después le conmutaron la sentencia a cadena perpetua. «A los presos políticos se les trata peor que a los criminales», asegura Yarzar. Él incluso tuvo que compartir jaula con perros. Finalmente, el 23 de diciembre de 2008, dos décadas después de su primer encarcelamiento y cuando cumplía 43 años, pudo volver a abrazar la libertad. Y a su hija. «La última vez que la vi tenía 3 meses. Cuando nos reencontramos, mi pequeña ya era mayor de edad». Pero su alegría fue breve. Pronto decidió abandonar el país y refugiarse en el búnker de la disidencia birmana: la ciudad tailandesa de Mae Sot. En esta localidad fronteriza residen, de forma irregular y siempre con el temor a una deportación, un centenar de ex presos políticos que continúan organizando la resistencia política y sirven de apoyo a quienes están en Birmania, recogiendo información que luego distribuyen al mundo, como lo hicieron durante la Revolución Azafrán a través de las redes sociales y sobre todo de Youtube.
La situación, a peor
La Asociación para la Asistencia de Prisioneros Políticos de Birmania (AAPPB) estima que en agosto de este año había 1.994 personas encarceladas por su activismo político en Myanmar. «Después de la Revolución Azafrán ha empeorado la situación, pero es difícil probarlo porque la prensa no tiene acceso a las cárceles en las que se hacinan», explica Mn Min, miembro del Comité de Asuntos Exteriores de la ONG y preso político durante cinco años.
Ahora, entre sus quehaceres se encuentra la concienciación de la comunidad internacional. Casi nada. Los periodistas extranjeros son su principal enlace con los políticos del mundo. Los recibe en el pequeño edificio que esconde la sede de la AAPPB, y en cuya planta baja se recrea una celda de confinamiento. Es un espacio de hormigón desnudo y roto por una ventana, en el que solo hay espacio para un orinal. Unos grilletes cuelgan de la pared, y en el suelo se ha extendido el uniforme que visten los presos. «Queremos que quienes nos visiten se acerquen a las sensaciones que provocan las condiciones en las que viven miles de inocentes», comenta Min.
Y vaya si lo consiguen. Cinco minutos encerrado en este minúsculo cuarto son más que suficientes para provocar una profunda angustia en el visitante. Fuera del cubículo aguarda un muestrario de los horrores que, sin duda, no ayuda a despojarse del mal sabor de boca.
En las paredes están pegadas fotografías de la brutal represión que el régimen birmano ha utilizado desde la 'Revolución 8888': cuerpos desmembrados, monjes humillados, mujeres violadas... En la pared opuesta aparecen los retratos de monjes y activistas muertos o desaparecidos tras la Revolución Azafrán, muestra de que en dos décadas no ha cambiado nada. «Utiliza tu libertad para promover la nuestra», pide en un vídeo que encoge aún más el estómago Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz en 1991y figura emblemática de la oposición birmana contra la junta militar. Pero lo que realmente hace falta, aseguran desde la AAPPB, es que se presione no a los militares birmanos, sino al régimen chino, más expuesto a la comunidad internacional y con fuerte capacidad de influencia en su vecino, así como a los miembros de la Asociación de Estados del Sudeste Asiático (ASEAN) de la que Myanmar forma parte. «China y la ASEAN están mucho más integradas en el mundo globalizado y, por ello, tienen más difícil escapar al mal nombre que da hacer negocios con dictadores bárbaros», analiza Min. «Las sanciones económicas no son efectivas porque los bienes pueden entrar por China», apostilla.
No todos en Mae Sot apuestan por la diplomacia para acabar con la dictadura. Hay quienes defienden el enfrentamiento bélico para conseguir sus fines. Muchos, como Mya Dohwah, pertenecen a la minoría étnica karen, que busca un estado propio desligado de la Unión de Myanmar. Este joven de 26 años pertenece a una de las muchas organizaciones que operan dentro de la red de la Unión Nacional Karen (KNU), un grupo guerrillero que combate a las tropas gubernamentales en la selva cercana a Mae La, el mayor campo de refugiados.
Dohwah recibe a este periodista en la cabaña de bambú y madera que sirve de sede para la Red Estudiantil Karen (KSNG). En el interior no se esconden las intenciones de esta asociación, y retratos de los líderes rebeldes del KNU presiden la sala principal junto a la bandera roja, blanca y azul del estado karen. «Promulgamos que cada etnia disfrute de los mismos derechos que el resto, y que haya libertad. En algunas zonas del país incluso se prohíbe dar clase en idioma karen, una minucia si se tiene en cuenta que estamos perseguidos constantemente. En una ocasión, una familia tuvo que escapar del ataque de los soldados, y dejaron atrás a un bebé de tres meses. Después de que dispararan contra la vivienda, encontraron que habían tenido suerte y el niño solo había perdido una pierna». Historias de Myanmar, hoy.
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