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TERRITORIOS. PSICOLOGÍA

El poder de la madre

La psicoterapeuta Sibylle Birkhäuser-Oeri analiza los modelos femeninos en los cuentos infantiles y sus efectos

ELENA SIERRA

Sábado, 18 de junio 2011, 03:32

Que los cuentos tradicionales transmiten valores ya lo sabíamos. Y que hunden sus raíces en antiguos mitos, fábulas y leyendas, y que comparten rasgos a todo lo largo y ancho del mundo. Que algunos de sus modelos de comportamiento están un poco pasados de moda, pues también. No digamos ya el hecho de que, por mucho que los llamen 'infantiles', cuentan historias terribles que son muy poco aptas para niños, al menos para los de hoy; a ningún autor se le ocurriría hacerse un hueco en el mercado de los lectores más pequeños con semejantes argumentos. ¿Cómo que Hansel y Gretel fueron abandonados en el bosque por sus padres porque no tenían qué comer? ¿Cómo que la pobre Caperucita iba solita por senderos apartados, es que su madre y su abuela no sabían lo que se esconde en los recodos? ¿Y por qué todas esas madrastras han intentado siempre esclavizar, robar, martirizar, matar a pobres niñas cuya única culpa es ser hijas de otras mujeres?

Buena fama, desde luego, no tienen las madrastras. Ni muchas madres de cuentos. Pero es que hay una forma de leerlos, la del psicoterapeuta Carl Gustav Jung y su escuela, que tiene una explicación para ello. Para él, esas representaciones maternas son «una llave de oro que un hada buena nos puso en la cuna» para abrir las puertas de «lo inconsciente colectivo», es decir, de esos patrones y modelos que no podemos ver o asir en nuestro día a día, pero que son fuerzas ocultas en cada uno de nosotros que nos hacen comportarnos como lo hacemos.

Se puede creer en Dios y en el Diablo, y se puede no creer en nada. Pero Jung era de la opinión de que estos arquetipos existen en nosotros e influyen en lo que somos independientemente de las fuerzas sobrenaturales. Es algo más que instinto, sería el equivalente a los patrones de la conducta animal. Intentar descubrirlos, comprenderlos y ser conscientes del peso que tienen en nuestra vida para así poder utilizarlos de forma positiva es parte de su trabajo. Y del de una de sus alumnas, luego psicoterapeuta de prestigio, Sibylle Birkhäuser-Oeri.

Esta mujer estudió en el Jung Institut de Zúrich y trabajó con la doctora Marie-Louise von Franz, especialista en literatura infantil. Con los años, abriría su propia consulta y se interesaría sobre todo por el arquetipo de la madre. El libro 'La llave de oro. Madres y madrastras en los cuentos infantiles' (publicado ahora por Turner Noema en castellano) es el resultado de una vida dedicada a analizar esas fuerzas, esos modelos inconscientes, que tanto daño pueden hacernos en la vida consciente. Son los «grandes poderes de la vida», los que van conformando y configuran el «trasfondo de su existencia».

Los arquetipos

A través de los cuentos infantiles, explica Birkhäuser-Oeri, podemos llegar a asir los arquetipos de mujer, las fuerzas que hay en cada una de ellas. La madre sobreprotectora, la madre traidora, la madrastra malvada, la princesa en apuros, el héroe salvador, la naturaleza, están contando mucho más de lo que parece a simple vista. Lo mejor es verlo con ejemplos, y la autora se dedica a analizar historias como la de 'Las tres hilanderas', 'Blancanieves', 'Rapónchigo', 'Hansel y Gretel'. Todas las que conoce, tanto de la tradición europea como oriental. Llega, a través de esas palabras, a los antiguos mitos y comprueba que los patrones se repiten, así que esa llave está en nuestras historias de ficción desde hace cientos de años. En ellas se ve el choque entre lo viejo y lo nuevo, la hija que quiere encontrar su propio camino y por tanto evolucionar, la crítica de los mayores, el aislamiento emocional, el egocentrismo.

La herencia

Si uno coge el cuento de 'Rapónchigo' (o Rapunzel) y lo lee con Birkhäuser-Oeri la cosa se entiende de otra manera. La pobre criatura, que es fruto de muchos años de matrimonio estéril de sus padres, representa el triunfo de la naturaleza. Como a la madre se le antojan durante el embarazo los dichosos rapónchigos (hinojos en algunas traducciones) y estos solo crecen en el jardín de una bruja, el padre le promete que le entregará a su hija a cambio de las hierbas. La primera parte, la de tener acceso al jardín, equivale a «la capacidad anímica de una persona de ver lo inconsciente» y lo último, el trueque, al miedo a la paternidad o lo que es lo mismo, a crecer.

Así que la niña termina encerrada en una torre y a cargo de la bruja. En la escuela jungiana, en el cuento se nos está hablando de que los hijos heredan los errores de sus padres, sufren el poder destructivo de lo inconsciente, y son quienes tienen que enfrentarse a ellos. Ese encierro equivale a estar alejado de la vida, a no ser capaz de unir la parte física y la emocional de la existencia; y también, en este caso y debido a que la culpa es de la madre, al alejamiento del lado femenino y de la maternidad. Todo un problema. O dos. Solo la llegada del personaje del príncipe que se enamora de la chica abre la puerta a esa conexión: es la oportunidad de evolucionar, de salir, de realizarse. El problema continúa cuando la bruja se entera y la lía. Rapónchigo acaba en el desierto (de nuevo el no ser) y el príncipe, ciego. Finalmente las lágrimas de Rapónchigo curan la ceguera del enamorado, lo que puede significar que ven la luz. La mujer se ha librado de la influencia negativa de la madre y de la parte oscura de sí misma, la que le impide crecer.

La hija es en 'Blancanieves' el símbolo de lo nuevo, que por definición entra en colisión con sus mayores. Aquí la prota se las tiene que ver con dos figuras maternas: la muerta, que muere para que surja un nuevo «valor de lo femenino», y la madrastra asesina, que es el miedo a aceptar la responsabilidad de la maternidad. Y su crueldad, que obliga a Blancanieves a huir, buscar y tropezar con un hombre, es la que hace posible que la chica evolucione. Las madres, qué poder.

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