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'Erupción del Vesubio en 1767' pintada por Pietro Antoniani.
TERRITORIOS. LITERATURA

Postales desde el volcán

Ya sea como escenarios de aventura o como símbolos de las profundidades del mundo, la Literatura los teme y adora

PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA

Sábado, 1 de mayo 2010, 03:39

Axel, el sobrino del extravagante profesor Otto Lidenbrock, está en Islandia, a los pies del Snaefellsjökull. Recapitula y no las tiene todas consigo: «Nos vamos a encaramar en la cumbre del Snaefells. Está bien. Vamos a visitar su cráter. Soberbio. Otros lo han hecho y todavía están vivos. Pero la cosa no va a quedar así: si se presenta un camino para descender a las entrañas de la Tierra, si ese malhadado Saknussemm ha dicho la verdad, nos vamos a perder en medio de las galerías subterráneas del volcán, Ahora bien, ¿quién es capaz de afirmar que el Snaefells está apagado del todo?»

Ese es el plan, una locura: la expedición del profesor Lidenbrock va a descender hasta el centro de la Tierra a través del cráter del volcán Snaefells. Lidenbrock ha descubierto la ruta en un pergamino rúnico escrito por un misterioso alquimista llamado Ame Saknussemm: «Desciende por el cráter del Snaefellsjökull cuando la sombra de Scartaris lo acaricie, antes de las calendas de julio, viajero audaz, y llegarás al centro de la Tierra. Yo lo hice».

Dicho y hecho. El grupo de Lidenbrock viaja a Reikiavik y desde allí ven el volcán, una «elevada montaña que remata en dos picos: un doble cono cubierto de nieves eternas». Es el comienzo de 'Viaje al centro de la Tierra', una de las novelas más famosas de Julio Verne. El libro, publicado en 1864, puso en el mapa de la ficción el volcán islandés. Si el Etna, el Vesubio, el Krakatoa o el Fujiyama son los volcanes más famosos del mundo real, el Snaefells islandés reina en las coordenadas de la ficción. Su nombre está para siempre hermanado con la juventud y la aventura, los materiales sagrados con los que Verne supo construir su literatura.

El escritor catalán Xabier Moret visitó el Snaefells en el verano de 2001. Lo cuenta en 'La isla secreta', un divertidísimo libro de viajes por Islandia. A los pies del volcán, Moret se encontró con una curiosa mezcla de turistas y chiflados «obsesionados por la montaña». Entre ellos unos compatriotas de Otto Lidenbrock, unos alemanes obstinados que iban a subir al cráter para «sentir la energía» del volcán. Cerca de allí, ciento veinte kilómetros al sudeste del Snaefells, se alza el Eyjafjallajökull, el volcán que ha llenado el cielo de Europa de ceniza y los periódicos del mundo de consonantes.

El pandemonio

La ciudad mexicana de Quauhnáhuac «cuenta con dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas». Además es una especie de pórtico del infierno. En ella el abismo aguarda a la vuelta de la esquina. También en el paisaje. La ciudad brilla siniestra sobre un fondo de pesadilla: «Más allá del valle y de las terrazas al pie de la Sierra Madre Oriental, los dos volcanes, el Popocatéptel y el Iztaccíhuatl, se erguían majestuosos y nítidos contra el crepúsculo».

Es 'Bajo el volcán', una de las novelas con más leyenda del siglo XX. En ella se cuenta el descenso a los infiernos del cónsul británico Geoffrey Firmin, un atormentado borracho. A lo largo de veinticuatro horas, durante el día de difuntos de 1938, Lowry empuja a su protagonista por un tobogán siniestro, excesivo y simbólico. La presencia constante y amenazante del volcán es en este caso una metáfora a punto de estallar: la puerta que da al infierno, al propio conocimiento, a la destrucción. A la del cónsul y también a la todo de su mundo, la vieja Europa, que avanza de un modo irremediable hacia la Segunda Guerra Mundial.

El trágico Firmin habla a lo largo del libro de escalar «el Popo». Lowry aclara que, pese al mezcal, lo dice en serio. Sin embargo, lo que hace es exactamente lo contrario: hundirse en él. Incluso el cónsul entiende su muerte como un salto final al fondo del cráter: «También esto, fuera lo que fuese, se desmoronaba, se desplomaba mientras que él caía, caía en el interior del volcán, después de todo debió haberlo ascendido, si bien ahora había este ruido de lava crepitante en su oídos, horrible, era una erupción, aunque no, ni era el volcán, era el mundo mismo el que estallaba, estallaba en negros chorros de ciudades lanzadas al espacio, con él, que caía en medio de todo aquello, en el inconcebible pandemonio de un millón de tanques, en medio de las llamas en que ardían diez millones de cadáveres, caía en un bosque, caía.»

Parece claro que, además de una montaña que invita a la aventura, un volcán puede ser un poderoso surtidor de símbolos. No en vano borbotean en su interior las fuerzas naturales: una energía incontrolable que es al tiempo destructiva y creadora. Viéndolo así, no es tan raro que el Marqués de Sade, al visitar el Etna, sintiese una extraordinaria fascinación. El libertino anotó en sus cuadernos que había experimentado muy nítidamente «el deseo de ser volcán».

Opositor a volcán en continua actividad, el divino marqués no resistió en 'Justine' la tentación de hacer una directa analogía entre la erupción de lava y sus propias efusiones amatorias: «Me parece estar en los infiernos y me descargo en sus fuegos. Esta idea me divierte, en realidad estoy aquí sólo para satisfacerla». André Breton dibujó a Sade entrando en el Etna en un conocido poema: «El marqués de Sade ha vuelto a entrar en el volcán en erupción. / De donde había salido. / Con sus hermosas manos todavía ornadas de flecos. / Sus ojos de doncella. / Y ese permanente razonamiento de sálvese quien pueda. / Tan exclusivamente suyo».

Saliva de fuego

Miguel Ángel Asturias estiró al máximo el poder metafórico de los volcanes en una de sus 'Leyendas de Guatemala'. En el relato titulado 'Leyenda del volcán', el premio Nobel recrea un mundo fundacional y mitológico en el que hay una montaña llamada 'Cabrakán' que está «capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros».

Cuando el volcán entra en erupción y escupe «saliva de fuego hasta encender la tierra», el revuelo que se da en el mundo es poético y generalizado: «Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazos para abrirse campo».

Menos lírica es la visión del fenómeno que uno de los mejores poetas sudamericanos del siglo pasado, Jaime Sabines, nos dejó en sus 'Crónicas del volcán'. En 1982 Sabines fue testigo de la erupción del Chichonal, el volcán mexicano situado en el municipio de Francisco León, en Chiapas. El estallido del gigante ocasionó miles de muertos y desplazados. Sabines contó lo ocurrido aquellos días con su tono habitual, siempre entre la precisión y la contundencia: «El volcán hizo erupción a las diez de la noche. Empezó arrojando piedras y arena, vapores, gases, ruidos tremendos. Los habitantes de Francisco León no estaban durmiendo: les había llegado el espanto desde antes, por los temblores, las fumarolas, el escándalo que había debajo de la tierra. Ha de ser como el fin del mundo. Es, en realidad, el fin del mundo. Uno piensa en 'la cólera de Dios', pero ¿por qué se encabrona Dios con esta pobre gente?»

Hay más volcanes. El Tängri, por ejemplo. La montaña nevada que Julien Gracq situó emergiendo del océano en 'El mar de las Sirtes', la novela alegórica y crepuscular que obtuvo el Goncourt en 1951. Enrique Vila-Matas suele hablar de ese volcán. Siente por él una extraña mezcla de simpatía e identificación. «Creo ser, al igual que esa montaña, un triángulo de fuerza eléctrica de delirio onírico», ha escrito el novelista. Y hay volcanes en las novelas felices y aventureras de James Fenimore Cooper. Y en 'Los convidados del volcán', de Antonio Sarabia, aparece el imponente volcán mexicano de Colima. Y en 'Un mar oscuro como el oporto', la decimosexta entrega de la serie de Aubrey y Maturin, Patrick O'Brian sitúa a la fragata 'Surprise' bajo una lluvia de lava procedente de un volcán que entra en erupción en el Pacífico Sur.

Incluso existen los volcanes inofensivos, los volcanes tiernos, los volcanes de peluche. Para verlos deberemos viajar hasta el asteroide B612, el lugar en el que vive el Principito de Saint-Exupéry: un cuerpo sideral formado por una alta concentración de cursilería. En él hay tres volcanes, dos están en activo y uno no. El Principito, según confiesa él mismo, se preocupa de deshollinar los volcanes semanalmente. «Si los volcanes están bien deshollinados, arden sus erupciones, lenta y regularmente», dice el niño. A continuación da una explicación sui generis de los desastres vulcanológicos: «Las erupciones volcánicas son como el fuego de nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes: los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos los volcanes».

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