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El maestro jubilado José María Morillo, en uno de los pupitres de su singular escuela.
Cuando en el cole había orejas de burro

Cuando en el cole había orejas de burro

Un maestro jubilado de Alhaurín el Grande atesora una fabulosa colección sobre la escuela del siglo XX

Ana Pérez-Bryan

Sábado, 16 de agosto 2014, 00:24

Hubo un tiempo en que con un lápiz y una goma de borrar se aguantaba todo el curso, en que los cuadernos se pasaban a limpio con una caligrafía que ya quisiera la mejor aplicación móvil, en que los niños de doce años fumaban en los exámenes para aplacar los nervios y las niñas aprendían desde pequeñas a prepararles los pijamas a los maridos para la hora de la siesta y en que, en fin, a los alumnos aplicados les daban condecoraciones y a los más trastos azotes en los nudillos con varas de nudos y reglas. Y además no se lloraba, porque eso era cosa de niñas.

Tampoco cuando al rezagado o al travieso los coronaban con las orejas de burro, porque ese castigo implicaba a veces ir de rodillas de un sitio a otro, hasta que se enrojecían y sangraban. «En el colegio de Campillos se hacía. ¡Lo recuerdo como si fuera ayer!». José María Morillo echa la vista atrás con una de esas cañas de azote en la mano, la misma que en los últimos años han contemplado asombrados y hasta descreídos sus propios alumnos de Primaria del colegio El Chorro de Alhaurín El Grande. Ahora es felizmente un objeto de museo, pero este profesor ya jubilado que ha dedicado su vida a enseñar a los más pequeños a desenvolverse en la vida lejos de «la letra con sangre entra» sabe que tampoco ha pasado tanto tiempo.

Para refrescar la memoria no tiene que irse muy lejos. En la parte trasera de su casa de Alhaurín el Grande, en un espacio que antes fue un huerto, ya no crece el verde, sino una fabulosa colección de objetos relacionados con la escuela española desde principios de siglo hasta la década de los 70 que ha ido alimentando con mimo desde hace cerca de cuarenta años. Con la pasión del que se define como «un coleccionista lamentable porque todo me interesa». Así que acceder a este pequeño santuario es como entrar en una máquina del tiempo en la que se ordenan y se documentan mapas, material escolar, cartillas, libros, pupitres, pizarrines, material científico, carteras, recortables, cromos y un interminable etcétera. También la colección completa de las cien ediciones de El Quijote para niños cuya lectura se convirtió en obligatoria en la escuela a partir del año 1912.

Higiene y urbanidad

Aquello era parte de la rutina cotidiana, igual que la caligrafía, el cálculo o el estudio de la enciclopedia. De ésas también las tiene todas, como un ejemplar de 1905 en la que se enseñaba a los niños normas básicas de higiene, urbanidad, economía, trabajos manuales o aritmética. Además, si eras niña, había libritos especiales en los que aprender a ser una esposa perfecta «se enseñaba a las chicas a no molestar a los maridos con las cosas de los niños, a tenerlo todo listo para la siesta o a hacer uso del matrimonio siempre que el patriarca no se encontrara indispuesto», explica el maestro, mientras que los conocimientos para ellos estaban más relacionados con el trabajo físico. La llegada de la República relajó los límites entre ellos y ellas, con libros que incluso incidían en las cualidades de las «madres trabajadoras» o en la coeducación, «pero con Franco todo volvió a ser como antes».

Las diferencias entre los alumnos no sólo se hacían grandes según el sexo. «También dependiendo de las clases sociales», añade Morillo, cuya colección atesora incontables ejemplos de esta realidad académica: desde las carteras para ir a la escuela ya a principios de siglo, las de las niñas bien tenían dibujos y las más modestas eran lisas o un simple hatillo hasta las famosas cartillas como las de Rayas, «que eran de colores para los más pudientes y en blanco y negro para los alumnos más humildes, que las alquilaban durante el curso y luego tenían que devolverlas».

El maestro enhebra una anécdota con otra bajo una enorme pizarra, un cartel de A quien madruga,Dios le ayuda, un crucifijo y dos fotografías de José Antonio Primo de Rivera y Franco. Al lado, una colección de los mapas de la época, con Castilla la Nueva y Castilla la Vieja, y ediciones especiales de geografía según el tipo de industria o agricultura de la región. En la zona de Málaga se anuncian vinos y pasas. «Este en concreto dice Morillo señalando el enorme lienzo me lo dio una señora que estaba encalando una casa y vi el mapa colgado al lado. Le pregunté y me lo regaló». Lo celebra con una sonrisa y devolviéndolo a su lugar con el mimo de un viejo maestro de escuela.

El coleccionista no es capaz de dar una cifra de los objetos que atesora en este lugar de culto a la enseñanza, cuyo valor se sitúa más del lado sentimental que del económico, pero sí recuerda con nitidez lo primero que compró: fue en el año 1978, en el Rastro de Madrid, cuando se dio de bruces con una edición de El Quijote que llamó su atención y a la que siguieron, con los años, hasta 500 volúmenes diferentes de la obra cumbre de Cervantes.

Resulta curioso escucharle explicar cómo Internet ha revolucionado la compra y el intercambio de objetos que parecen sacados de otro mundo cuando se asocian con las nuevas tecnologías. Además han sido aliados fundamentales en este trabajo «de hormiguita» los rastros (especialmente el de Fuengirola), las ferias, las subastas e incluso amigos y conocidos que saben de su pasión por la escuela de antes y le donan material.

Es el caso de algunos de los doce pupitres de todas las épocas que se disponen como en la escuela real. «Allí se sentaban los mayores en el centro y los más pequeños a ambos lados para que los primeros pudieran ayudarlos, porque en aquellos tiempo no había niveles, normalmente todos iban a la misma clase», explica. También da detalles, justo a pie de pupitre, de cómo se hacía la tinta para rellenar los tinteros de los alumnos. Polvos verdes y azules disueltos en agua con los que la clase trabajaba durante un par de semanas. Por entonces todo estaba medido. Y duraba más porque al margen de que todas las épocas tuvieran más o menos estrecheces sí había una regla que no cambiaba: la del valor de las cosas. Y ahí está, quizás, la gran lección. La de la escuela y la de la vida.

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