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Decía Juan de Mairena, el personaje de Machado, que «el paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aun de su propia estupidez». Una parte significativa de nuestra sociedad ya no se asombra de los insultos. No se trata de un fenómeno repentino ni generalizado, pero, como 'la nada' de aquella novela de Michael Ende, el insulto no deja de avanzar y extenderse. La naturaleza y la función del insulto han cambiado. De ser como una planta silvestre, el insulto, y las malas formas en general, han pasado a ser un producto fabril.

El insulto natural es casi una interjección, un desahogo espontáneo, la expresión incontrolada de un sentimiento de rabia, indignación, cabreo, o lo que sea. Ese insulto es una queja, como en el viejo chiste del hombre que trabajaba en una fundición y preguntado por el juez si no era más cierto que había blasfemado e insultado gravemente a su compañero, el hombre contestó: «No, señoría, yo solo le dije, por el amor de Dios, ten cuidado, que me estás derramando plomo fundido por la espalda y eso es muy molesto».

Nuestro padres nos enseñaron a contener nuestros cabreos, a no dejarnos llevar por la ira. Lo que se valoraba era, precisamente, la capacidad de contención de las personas. En aquellos códigos de nuestros mayores, mantener las formas en un momento en el que la presión es muy alta es un signo de nobleza, de distinción, e incluso de dureza. Ser duro era, en el pasado, soportar el dolor, nos recuerda Tony Judt. Ahora, para muchos, ser duro es infligir dolor a otros.

De un tiempo a esta parte el insulto ha empezado a cumplir un papel que ya no es la expresión grosera, por natural, de un desahogo. Ahora hay quienes insultan no para expresar su malestar, o su desprecio, su odio o ira (e incluso -extrañamente- su afecto y admiración) a la persona insultada, sino para llamar la atención del público. El insulto usado como cebo para que pique un tercero. En la tribuna del Congreso, en las tertulias de los medios de comunicación, en las redes sociales, hay gente que insulta y se insulta como quien se da los buenos días, sin plantearse siquiera que, una vez conseguida la fama, lo único que queda claro es su infamia. Lo peor es que, conforme pasa el tiempo, corremos el riesgo de que nos volvamos insensibles al insulto, como quien recibe una vacuna, y los insultos y los gritos dejen de asombrarnos, y nos parezcan normales, como al paleto perfecto.

Por supuesto, el culpable del insulto es quien lo profiere, pero cuando el insulto forma parte de un negocio, cuando los gritos y las malas formas no son el fruto descontrolado de un arrebato, sino una forma fríamente planificada, científica, de aumentar y mantener la audiencia mediática o política, hay también otros culpables del deterioro de la convivencia y de las consecuencias posteriores. Generalmente se trata de unos hombres con excelentes maneras en la mesa, y que contratan y pagan bien a los que mienten, gritan e insultan. Hasta que un día se les escapen y les muerdan a ellos. Eso sí, después de haber destrozado la convivencia de todos.

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