Adictos a la telebasura
josé maría romera
Domingo, 5 de marzo 2017, 10:28
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josé maría romera
Domingo, 5 de marzo 2017, 10:28
Últimamente se venía hablando poco de la telebasura, pero no era debido a su defunción. O nos habíamos resignado a su ruidosa presencia en ciertas emisoras y a ciertas horas, o habíamos acabado digiriéndola como un elemento más de la alegre mainstream por cuya corriente nos dejamos arrastrar de buen grado. A fin de cuentas, la oferta televisiva de hoy en día es ilimitada y no solo brinda innumerables escapatorias para el espectador exigente no es casual que llamemos «mando» al artilugio que nos da el poder de cambiar de canal a voluntad, sino que ha engendrado incluso fórmulas populares que permiten consumir telebasura dulcificada sin los remordimientos del coprófago adicto a tremendismos y obscenidades. En esta categoría podría inscribirse el espacio que ha vuelto a agitar el debate sobre la telebasura: un programa de la primera cadena pública emitido diariamente en la franja del prime time o de máxima audiencia. La función, a cargo de un conductor con manifiestas limitaciones de dicción y unas dotes artísticas e intelectuales que mantiene en secreto, no admite una descripción sencilla. Es uno de esos shows a cuyos guionistas imaginamos armados de una túrmix que tritura material de todo tipo hasta cuajar una papilla de ingredientes irreconocibles.
No es que los contenidos por sí mismos ofendan la anestesiada sensibilidad de un espectador hecho a todo, ni que sus formas se arrastren por el nivel de ciertos reality-shows o lleguen al encarnizamiento de los géneros rosas. Lo preocupante está precisamente en su apariencia candorosa, pueril, inofensiva. Situado en el grado cero del entretenimiento, ofrece una mercancía despojada de todo interés: gastados vídeos virales, entrevistas exprés sobre asuntos intrascendentes, trucos de magia para principiantes, seudodebates que se deslizan por el lado anecdótico de la actualidad, personajes planos que entran y salen relevándose en los asientos sin tiempo de calentarlos, y todo ello bajo el ruido excitado de las carcajadas y de la conversación a base de frases que se entrecortan sin llegar a transmitir mensajes completos. ¿Qué hace este disparate en la televisión pública y en horario de máxima audiencia? La respuesta es tan simple como descorazonadora: lo que hace es consagrar el triunfo de una telebasura que ya ni siquiera necesita excitar a un espectador morboso o ávido de emociones transgresoras. Atrás ha quedado la apoteosis de los asaltos a la intimidad y de la ordinariez hecha rito de muchedumbres, relegadas a los canales de baja reputación. Aunque aquí quede rastro de todo eso, la nueva basura ya no exhala el hedor de los vertidos orgánicos, sino una asepsia de los envases en serie que en cierto modo hace añorar otros programas del ramo que al menos no disimulan su condición excrementicia.
Lo que parece evidente es que la telebasura ha dejado de ser patrimonio exclusivo de las cadenas privadas. El tiempo ha dado la razón al filósofo Gustavo Bueno cuando en su libro Telebasura y democracia (Ediciones B, 2002) afirmaba que, a medida que aumentase la oferta televisiva, la televisión basura tendería a ir desplazando progresivamente a la televisión «limpia». Estamos ante el producto de esas nuevas tecnologías culturales que, como explica el pensador Terry Eagleton (Cultura, Taurus, 2017), han hecho aparecer una forma estética del capitalismo que incorpora la cultura a sus propios fines materiales en vez de mantener la clásica distancia respecto de ella y sus fines improductivos. Al adueñarse de las producciones culturales, el capitalismo estetizado las transforma a su imagen y semejanza. Pero el espectador-consumidor no es inocente, puesto que contribuye a esa mutación expresando una demanda creciente de programas de este tipo. La pregunta, por tanto, no es por qué se emite esta clase de programas, sino cuál es la razón de su demanda: de una demanda al parecer tan extendida y apremiante que hasta los proveedores de servicios públicos se ven obligados a satisfacerla de manera privilegiada. La psicología tiene sobradamente estudiados los mecanismos e impulsos que atraen al individuo hacia las subculturas: tendencia a la comodidad, impulso de transgresión, sensación de participación, simple morbosidad... No hay que descartar tampoco la hipótesis especular: al asomarse al inframundo de la telebasura, el sujeto se ve reflejado en gente como él a la que por otra parte aventaja generalmente en virtud y cualidades, comprobación que le hace sentirse mejor que los otros y en consecuencia refuerza su autoestima. Hay quien va más allá y ve en la telebasura una especie de escuela para el adiestramiento en las relaciones sociales por la vía del mind-reading. Con independencia de su moralidad o del nivel intelectual de los actores, estos programas vendrían a estimular en el cerebro del espectador respuestas a situaciones que se le pueden presentar en la vida real, es decir, contribuirían al desarrollo de habilidades sociales. Tal vez. La cuestión es ahora descubrir la clase de habilidades sociales que fomenta la nueva basura de la televisión pública.
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