Chumbos

Quién sabe si la venta ambulante de chumbos hubiera resistido a las restricciones sanitarias por el Covid-19. Lo cierto es que los vendedores de mi barrio tampoco aparecieron el año pasado, igual que en su momento dejaron de verse los que traían moras o madroños, marcando, de forma inconsciente, hitos temporales en nuestra memoria emocional. Los chumbos anunciaban el final del verano. Llegaban, cargados de sol y de azúcar, con las uvas moscatel y los higos. La última vez que compré había subido el precio, sin llegar a ajustarse en todo caso al penoso trabajo de desplazarse, espinarse al recogerlos, barrerlos, cargarlos hasta una esquina transitada de la calle y pelarlos para que las clientas nos limitáramos a despegarlos de la cáscara y echarlos en la bolsa. El motivo del encarecimiento, me dijo el vendedor, era el gasto en gasolina. Había tenido que subir bastante por alguna carretera de La Axarquía para encontrar chumberas sanas. Es una paradoja que la Opuntia ficus indica, nopal en América central, de donde es originaria, fuera de las primeras especies en las que los conquistadores españoles pusieron su esperanza de lucro, como ecosistema natural de un parásito entonces valioso, la cochinilla del carmín. Hubo intentos de cultivarlas con ese fin, pero pocos tuvieron éxito, y la chumbera quedó para delimitar lindes con sus pinchos, para invadir terrenos agrícolas abandonados en zonas cálidas y escarpadas y para deleitar a las cabras o a quienes tenían la paciencia de recoger el fruto. Paradoja, porque tras un proceso adaptativo de cinco siglos, la cochinilla empezó a prosperar de forma espontánea en las plantas andaluzas y en unos pocos años las arrasó, sin que nadie, porque ya no eran de nadie, acudiera en auxilio de una especie encima catalogada como invasora. En la frutería frente a la que se ponía mi chumbero venden chumbos cultivados. Llevan etiquetas y hay que pelarlos. No los quiero.