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Ana Pérez-Bryan
Viernes, 25 de noviembre 2016, 00:51
Lo normal, a esas edades, es que la mayor preocupación sea dónde ir de vacaciones o de fiesta con los amigos. Lo normal, a esas edades, es pensar que el futuro está lleno de oportunidades. Lo normal, a esas edades, es disfrutar de un cortejo normal con un chico normal. Lo normal, a esas edades, es poder dar la cara y no andar escondiéndose para que nada las identifique en la foto que ilustra este reportaje. Lo normal, en fin, es no tener que elegir un nombre ficticio para contar sus historias reales de golpes, hostigamientos y miedos; es no tener que ser tan valientes como para convertirse en el ejemplo de lo de que no debe ser. Pero Ángela, Olivia y Sara quieren dar el paso «para que no haya ni una más». Estas son sus historias.
Ángela, 20 años. «Nunca había tenido novio, por eso lo veía todo normal»
Ángela conoció a Mario (también nombre ficticio) a los 15, cuando estudiaba 4º de ESO. «Él fue mi primer novio y yo también lo fui para él; o al menos eso creo...». Quizás por esa falta de experiencia vio «normal» que una de las primeras pruebas de amor fuera intercambiarse las contraseñas del móvil, evitar los pantalones cortos «porque a él le gustaba más de la otra manera» o que en sus primeras Navidades juntos ella tuviera que bajar al portal de su casa con más de 39 de fiebre y «hecha un ovillo» porque él decía que de allí no se movía sin darle su regalo. En esa escalada de detalles que iban calando, Ángela comenzó a notar que su novio le miraba las redes sociales «para buscar follón». Hasta que encontró un motivo en una conversación superficial con otro chico que terminó por prender la mecha: «Fue a los seis meses de empezar, yo estaba en la ducha y aprovechó para meterse en mi móvil. Mi padre se dio cuenta y se lo afeó, pero él siguió», recuerda esta joven que hoy, a sus 20 años y como estudiante de Relaciones Laborales, ha conseguido ir vaciando la pesada mochila de los malos tratos psicológicos después de cuatro años de machaque. «A mí no me pegó: bueno, un día me echó de su coche a patadas». En sus palabras ya no hay justificación. Antes sí, sobre todo porque llegó el momento en que «toda mi familia sabía lo que estaba pasando menos yo».
Como cuando al cumplir los 18, Mario se las arregló para tumbar la fiesta de cumpleaños que el padre de Ángela le estaba preparando a su hija por todo lo alto y cambiar la cita «por una en una casa rural con sus amigos». El plan se enrareció hasta el punto de que en ese día tan señalado ella se quedó «en casa llorando mientras él se iba a disfrutar de un cumple sin cumpleañera». Así, «llorando», pasó un día sí y otro no mientras duró aquella pesadilla.
O como cuando aprovechaba que ella tenía exámenes para cortar la relación y que no pudiera concentrarse. También lo hizo cuando se examinó del carné de conducir y él se encargó de perseguir el coche de la autoescuela para ponerla nerviosa. En Selectividad lo intentó, pero a Ángela la admitieron en la Universidad de Granada y reunió la fuerza suficiente para decirle que se iba: «Pero me convenció y les dije a mis padres que me quedaba aquí para verlo». Hasta que dijo basta cuando, en abril del año pasado, él se fue con otra chica de 15 años, los mismos que tenía ella cuando comenzó todo: «Se lo conté a una amiga cuya madre es trabajadora social y ella me orientó». Hoy, más de un año después de aquello, Ángela sigue en terapia. También lo hacen Olivia y Sara.
Olivia, 22 años. «La primera vez que me pegó fue porque me reí de un chiste»
Los padres de Olivia, sin embargo, no tienen ni idea de la historia que está a punto de contar su hija. No tienen ni idea de que aquel cambio de colegio, en 1º de Bachillerato, la puso en el camino de un encantador de serpientes que le hizo la vida imposible desde los 16 a los 20. Por supuesto al principio todo fue perfecto: Sergio era su primer novio y proyectaba la imagen de «alguien amable y educado». Olivia hace una mueca al recordar que, aún hoy, después de haber perdido la cuenta de los puñetazos y vejaciones que lleva en su cuerpo, algunos todavía mantienen esa imagen de él a pesar de que ella ya vio cosas «raras» el primer año. Como que se enfadara cuando ella no quería mantener relaciones, que le llenara los brazos de moratones cuando se ponía celoso o que un día «decía él que jugando» le diera una patada y le hiciera un esguince en un dedo.
La señal definitiva, el primer golpe, llegó un poco más tarde. «Nos habíamos ido de fiesta y uno de nuestros amigos contó un chiste muy malo: yo me descojoné y a partir de ese momento fue a machete». Aquella noche él la castigó con su silencio, así que Olivia prefirió no insistir más, se puso a bailar con su amiga e incluso se atrevió a brindar con un chupito al que las había invitado el camarero de la barra. La reacción de Sergio llegó cuando ellos ya se habían quedado solos y la acompañó a casa: «De repente me agarró del pelo y me tiró contra el suelo». La joven lo recuerda como si fuera ayer, al igual que la frase con la que acompañó el golpe: «Tu risa es mía».
Olivia lo perdonó. «Y para qué lo hice...», añade antes de coger carrerilla, entornar los ojos y contar lo que vino después: «Cuando andábamos por la calle me hacía la zancadilla para que me cayera, o si estábamos con amigos me daba puñetazos por debajo de la mesa si no le gustaba lo que decía; y cabezazos cuando no quería hacerlo (...). Disfrutaba viéndome explotar. Un día quiso encerrarme en un garaje a oscuras y bajo llave y como forcejeé y me negué me estampó contra unos vasos de cristal».
Aquello duró hasta que el cuerpo de Olivia, que llegó a engordar 20 kilos, dijo basta y terminó en el centro de salud con un ataque de ansiedad de esos de libro. Antes habían venido otros, pero después de aquél terminó directamente en el psiquiatra. Después de un año entero en terapia individual, Olivia ya es capaz de identificar qué es lo que le gusta y qué no y ha sido capaz de retomar con más fuerza que antes las oposiciones a Policía Nacional. «Lo tenía claro desde pequeña, y más ahora que sé que así puedo ayudar», celebra.
Sara, 22 años. «Le supliqué que no me dejara sin aire: no quería morir así»
Sara también es consciente de que cuando acabe la carrera de Medicina será capaz de ponerse en el lugar de una mujer maltratada desde el minuto cero. Cursa segundo de carrera y aunque de teoría le queden unos años, en la práctica se las sabe todas. Ella lo ha aprendido a golpes. Su maestro fue otro «guapo encantador, muy chulo y prepotente» al que conoció durante una escapada con unas amigas y que disfrutaba llevándola al límite: «Mira, ésa que va por ahí me la ha chupado», «Me gustan las niñas rubias y mírate tú...», recuerda ahora Sara manteniendo la mirada aunque le cueste.
El daño físico llegó a los cinco meses: «Íbamos en el coche y yo conducía. Hablábamos de algo intrascendente y de repente él me dijo que yo no me enteraba de nada y me estampó la cabeza contra el cristal. Me asusté muchísimo y él reaccionó pidiéndome perdón». La segunda vez, tras una discusión, la agarró en el portal y le fue dando golpes contra las puertas hasta que Sara perdió el conocimiento. «Me dijo que era una teatrera. Lo peor es que esa noche dormí con él», recuerda la joven, que cumplió con esa rutina diaria de compartir lecho con él «pasara lo que pasara y estuviera donde estuviera: cuando llegaban las doce de la noche yo tenía que dejar lo que estaba haciendo para irme con él». Aquel calvario de vejaciones y disculpas se prolongó durante casi un año: «La semana después de pegarme era perfecta, hasta que volvía a empezar». Lo peor, además de los golpes, es que Javi la incitaba a tomar copas cada vez que salían y luego la obligaba a coger el coche: «Una noche me agarró el volante, volcamos y dimos tres vueltas de campana. Me hice una brecha en la cabeza y fue a decirle a su madre que la culpa era mía porque yo era una borracha», recuerda. Incluso una vez la policía tuvo que intervenir en una riña entre ambos, aunque ella convenció a os agentes de que la culpa había sido suya «por un ataque de celos».
La escalada de violencia tocó techo por última vez una noche en la que su chico comenzó a darle golpes, patadas y mordiscos y terminó rodeándole el cuello con sus manos para ahogarla: «Le supliqué que no me quitara el aire, que no quería morir así, que eligiera otra manera (...)». En ese momento extremo, Sara no hacía más que acordarse de su madre y de su abuela, y logró zafarse de Javi dándole con una sartén en la cabeza. «Fue lo primero que cogí; si hubiera sido un cuchillo ahora no estaría aquí», recuerda la joven, que pudo escapar medio desnuda a la calle para pedir auxilio. Aunque la reacción de su novio no había sido una sorpresa para ella, sí lo fue el hecho que de las cinco personas con las que se cruzó en mitad de la noche ninguna le ayudó. La denuncia la puso su madre contra su voluntad. Ahora, Sara espera juicio y sentencia contra su agresor, aunque ella ya ha decidido empezar a ser libre. Lo normal a esas edades.
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