Mi percepción de la música callejera experimentó un cambio significativo tras una semana en la que estuve organizando cierta actividad en la sede del Ateneo ... de Málaga, en la desembocadura de la calle Compañía con la plaza de la Constitución. Mientras estábamos montando aquella movida, hace ya casi dos décadas, nuestra banda sonora fue la de un flautista que cada tarde se apostaba frente a la puerta del Atento a tocar su música con la gorra delante. A las pocas horas, sus melodías se quedaban instaladas en nuestro cerebro de una manera irresoluble, de forma que al llegar a casa ese sonido, tan agudo y pegajoso, se convirtió en un martillo hidráulico que nos lo machacó todo, incluidas las sustancias de las que están hechos los sueños. Al tercer día, y también empujados por el escaso repertorio de aquel músico, decidimos juntar un fondo común para pedirle que tocara en otro sitio, una situación que debe ser el colmo de cualquier artista nómada, que es ofrecerle dinero para que no nos toque más. Un flautista en chándal quizá no sea el paradigma de la música callejera –aunque él tendrá una opinión distinta, a ver quién es el listo que distingue lo que es arte de lo que no– pero, insisto, aquella semana cambió mi percepción sobre la música en la calle, y llegué a la conclusión de que no me gustaría vivir allí donde se celebre, ya puede actuar en esa calle un espectro musical que va desde Lana del Rey a Montserrat Caballé pasando, por supuesto, por nuestro héroe de la flauta.
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Este periódico se ha hecho eco de la protesta frente al Ayuntamiento de un grupo de diez músicos callejeros (se trataba de una manifestación también portátil) que exigen agilizar la normativa que les permite tocar en la calle. Algunos contaban su emigración a municipios más permisivos, y todos se quejaban de mucha palabra y poco ritmo en la administración. Desde hace mucho tiempo venimos observando diferentes diseños para encajar el fenómeno de la música en la calle con todas las de ley, con escaso éxito. La última propuesta cuenta con 145 puntos presentes en seis distritos. No sé si dirán algo del modelo itinerante del arte callejero, aquel que, cuando uno se sienta en un merendero a escuchar las olas del mar, provoca el inevitable desfile de cantaores, saltimbanquis, malaguitas míticos, verdialeros y bailarines de tango, todos pidiendo dinero: un rebujito capaz de que cualquiera de nosotros, frente a un espeto, se sienta parte del jurado de un concurso de talentos.
En una ciudad en la que no abundan los locales con música en directo, el amateurismo sonoro se ve forzado a ocupar las esquinas a cambio de la voluntad. A esta voluntad, por cierto, la imagino libre de polvo y paja, porque eso es otra. Contaba un músico que en sus buenos tiempos podía vivir un mes en España con lo que ganaba tocando 4 días en las calles de Londres. Ahora dudo que lleguen a rozar el salario mínimo, pero nunca se sabe. Ahora está viniendo a vivir a Málaga gente con dinero. Lo que está claro es que los músicos callejeros, cada uno en su estilo, son los primeros interesados en que haya una regulación que les proteja y les legalice. Que lo haga a gusto de todos es ya otro cantar. Últimamente le he cogido cariño a las cosas que florecen en la más absoluta clandestinidad.
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