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Sr. García .
Rey de juegos, juego de reyes

Rey de juegos, juego de reyes

Cuentos, jaques y leyendas ·

La historia reciente de España podría ser la metáfora perfecta de una partida de ajedrez

Manuel azuaga HERRERA

Domingo, 30 de agosto 2020, 02:00

Juan Simeón Vidarte, secretario del Congreso de los Diputados durante la Segunda República, aprendió a jugar al ajedrez desde muy niño, en el casino de Llerena. Más tarde acudió a la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde conoció a ilustres como Unamuno, Ortega y Juan Ramón Jiménez, entre otros. Allí organizaban torneos de ajedrez, «el único juego que se permitía», al punto que «de la Residencia salieron muy buenos jugadores». Hombre culto y letrado, Vidarte pensaba que «la primera cualidad de un político habría de ser la de saber jugar al ajedrez, porque el ajedrecista no mueve un peón sin haber medido sus últimas consecuencias».

El deseo de Vidarte encierra una paradoja. En principio, cualquier jugada crítica, en política sobre todo, debería responder a ese adagio ajedrecístico que nos exige pensar antes de actuar. Pero quizás también ocurra que, aunque cueste creerlo, es justamente eso lo que ha sucedido en las distintas épocas y contextos. De tal modo que, en el fondo, cualquier movimiento en el tablero histórico de un país (un golpe militar, la instauración de una república) representa, en última instancia, la respuesta deliberada de alguien que se la juega. En cuestiones de Estado, quiero pensar que nadie mueve un peón al toque. O, en otras palabras: nadie quiere perder la partida. Lo que pasa es que en la vida, como en el ajedrez, existen buenas y malas jugadas. Así, la historia política y de poder de este país (con sus períodos republicanos y monárquicos, o su larga dictadura) está llena de aciertos y errores, de metáforas y alegorías en blanco y negro. Me atrevo a defender que el ajedrez, sin quererlo, ha sido testigo mudo de nuestros episodios nacionales, como diría Galdós. Les cuento hoy alguno, con nombres y apellidos. Desde dentro y fuera del tablero.

En mayo de 1902, Alfonso XIII cumplió 16 años, mayoría de edad a partir de la cual iniciaría su reinado en España. Con motivo de los festejos previstos para la coronación, la junta directiva del Centro del Ejército y de la Armada acordó celebrar un asalto de armas y un torneo nacional de ajedrez, el primero oficial en la historia de nuestro país. Doña María Cristina, madre de Alfonso XIII, hasta ese momento reina regente, decidió donar para el primer premio una mesa tablero de caoba de dimensiones regias. El campeón fue el militar Manuel Golmayo, quien siempre guardó aquella mesa como el más bello de sus recuerdos. «Es hermosa -dijo cuando era un anciano-. En ella he jugado mis mejores partidas. Siempre me ha acompañado». Golmayo, cubano de nacimiento, fue sin duda un notable ajedrecista. Logró derrotar a Capablanca en el Casino Militar y en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, e hizo tablas contra otro campeón del mundo, Alexander Alekhine. Lo que no se conoce tanto es que, durante los años en los que hizo el servicio en palacio, el rey Alfonso XIII, buen aficionado, solía desafiarle con tono amistoso: «¿Jugamos una partidita? Creo que la última vez pude haberle dado jaque. Veamos qué pasa hoy». Al parecer, el rey se defendía bien, pero salía derrotado una y otra vez, una amargura que compensaba porque tenía «un perder simpático, aunque un poco rezongón».

En 1921, en el Casino de Madrid, se celebró la tercera edición del campeonato nacional de ajedrez. El rey Alfonso XIII, acompañado por su escolta, presidió el acto de inauguración y jugó una partida de exhibición contra el vigente campeón, su buen amigo Manuel Golmayo. La prensa de la época llevó a portada la noticia con una hermosa fotografía de ambos sentados frente a frente. Les aviso: si buscan la imagen, no se confundan; los dos llevan bigote, pero es Golmayo, a la izquierda, el que luce uniforme militar. A la derecha, el rey viste de paisano y mueve las negras. Alrededor de los dos jugadores, verán cómo se arremolina una miríada de testigos, algunos de ellos, ministros. La escena se asemeja a 'La rendición de Breda' de Velázquez, solo que asoman corbatas en lugar de lanzas. Golmayo y el rey están a lo suyo, ausentes, con la mirada sobre el tablero de caoba, aquel que siempre acompañaba al campeón como un amuleto.

La historia contó que, por vez primera, Alfonso XIII ganó la contienda. En realidad, no fue así. Bueno, sí lo fue, pero hubo trampa. La idea pasaba por demostrar que el rey era capaz de vencer a Golmayo. Ya saben, si jugar al ajedrez infunde prestigio, hacerlo bien otorga un halo de supuesta inteligencia. El propio Golmayo participó de buen grado en aquella farándula y presentó al monarca como el justo triunfador: «Su Majestad era preciso y contundente en sus jugadas», declaró. Cuatro décadas más tarde, aunque seguía instalado en el mismo relato de propaganda, confesó algún detalle más revelador: «No es que yo hiciera por perder. Eso sí, le concedí una ventaja de tres tiempos de apertura y ya no pude remontar el juego. El rey venció limpiamente».

He leído que Gomayo no elegía siempre la mejor jugada y que, a cada instante, el monarca le preguntaba: «¿Y ahora, qué muevo?». Esta versión es más prosaica y parece más creíble. Verán, es que no me imagino al Rey Felipe VI ganándole una partida a Alexéi Shírov, actual campeón de España, o a Paco Vallejo, número uno del ranking nacional, por mucha ventaja inicial que le dieran. El propio Vallejo me lo confirma: «Sinceramente, sin ayuda creo que no tendría ninguna opción. Porque en tres jugadas no tienes tiempo de hacer un daño real». No obstante, Paco aclara, en clave de humor: «Hombre, lo que nunca haría sería darle cuatro tiempos seguidos al principio... entonces me daría mate».

He de decir que, a pesar de aquel montaje con Golmayo, la pasión de Alfonso XIII por el ajedrez fue verdadera. En cierta ocasión, en Salamanca, jugó contra 'El ajedrecista', un invento revolucionario del ingeniero cántabro Leonardo Torres Quevedo. Por primera vez en la historia, Torres Quevedo logró que una máquina jugara al ajedrez. En verdad el autómata no jugaba una partida completa, estaba programado para que disputara un final de torre y rey (blancas) contra rey (negras). Es decir, la máquina siempre ganaba, sin importar en qué casilla ubicáramos, al comenzar la lucha, nuestro rey solitario. La imagen de Alfonso XIII, pieza errante proyectada, sin esperanza, en el tablero, sigue siendo poética, dramática y poderosa. Porque «en su grave rincón», como diría Borges, el soberano huye, «sobre lo negro y blanco del camino», de una derrota segura.

En 1922, Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de Alfonso XIII, visitó el taller de Torres Quevedo. Allí vio, según él mismo contó, «la máquina de jugar al ajedrez». Sin embargo, en aquellas fechas, el autómata estaba siendo mejorado, con lo que el príncipe no pudo jugar como lo hizo su padre. 'Su Alteza se salvó', titularíamos este cuento.

Un personaje clave en la historia de España que a menudo jugó al ajedrez fue José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. Lo hacía con su hermano Miguel, en la prisión provincial de Alicante. Junto a los boletos que le permitían conseguir algo de pan en la cárcel, José Antonio guardaba una pelota de tenis (hecha por él mismo), unos libros y un tablero de ajedrez que le había llevado su cuñada, la mujer de Miguel, Margot Larios. Por las tardes, los hermanos pensaban en algún modo de escapar, paseaban arriba y abajo «en aquel reducido recinto» y, una vez volvían a la celda, jugaban una partida de ajedrez «... y por fin a dormir, a soñar con una vida mejor para España y menos severa para nosotros». Así fue la partida hasta que lo fusilaron. Jaque mate.

José Antonio mantuvo correspondencia con Emilio Mola, militar al que encarcelaron nada más proclamarse la Segunda República. El presidente Manuel Azaña sabía algo de ajedrez, al menos así se deduce de una foto suya en la que, relajado, observa una posición sobre el tablero. No sé, yo diría que no es una pose. De hecho, creo que Azaña, viendo en Mola una amenaza (razones tenía), decidió sacar la pieza de su escaque, meterla en la caja. Por un tiempo, Mola cayó en la pobreza y, a pesar de no conocer demasiado las reglas del juego, escribió un 'Manual de ajedrez' por pura necesidad económica. Cada ejemplar costaba dos pesetas y fue un éxito de ventas, por lo que, de alguna forma, el ajedrez le redimió. Poco después, Mola se convirtió en un alfil de importancia estratégica en el alzamiento militar de 1936, junto a los generales Sanjurjo (segundo alfil en el tablero) y Franco, aunque este último, en silencio, estaba jugando otra partida.

La partida de Franco duró casi 40 años. La empezó contra don Juan de Borbón, pero fue cambiando de rivales según llegaba al medio juego o, más adelante, al final de la dictadura. Ahora pienso que el caudillo, a decir verdad, no jugó una partida, jugó una simultánea, y la entrega pactada de Juan Carlos I fue su primera victoria. Me pongo en contacto con el historiador Paul Preston y le cuento la metáfora. Me responde con la rapidez de un disparo, a quemarropa: «Sí, sin duda, Juan Carlos fue un peón sacrificado por su padre». Preston, en su libro 'Juan Carlos I. El rey de un pueblo' (Debolsillo, 2011), nos deja unas líneas sobre la afición de un joven Juan Carlos por el ajedrez, cuando el futuro rey estudiaba en el Palacio de Miramar, en San Sebastián. Preston se apoya en la profesora Aurora Gómez Delgado, quien dijo que «el joven príncipe retrasaba a menudo declarar el jaque mate, cuando jugaba con un niño menor que él, para que este tuviera tiempo de desarrollar su juego». Me consta que Juan Carlos jugó con su amigo Jaime Carvajal Urquijo, compañero de habitación.

Antes de aquello, en su primer colegio y residencia en España, 'Las Jarillas', Juan Carlos ya practicaba con su primer preceptor, el padre Zulueta. Mientras escribo esto, observo una fotografía de los dos jugando una partida. A partir de esta imagen, mi amigo Ernesto Fernández, gran maestro malagueño, me mandó hace unos días la secuencia exacta de jugadas que los trajo a la posición actual, al fotograma. Pero con una particularidad que yo había pasado por alto: «Fíjate que Juan Carlos tiene un caballo en la casilla del alfil, no se ha dado ni cuenta. Está claro que ambos están aprendiendo».

Ha llovido mucho desde entonces. El rey, hoy emérito, camina en jaque por el tablero, como en aquella escena de su abuelo contra la máquina de Torres Quevedo. Y para seguir el devenir de la partida habrá que tener presente lo que decía Vidarte: «El ajedrecista no mueve un peón sin haber medido sus últimas consecuencias».

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