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Sr. García .
La ciudad concéntrica

La ciudad concéntrica

Cruce de vías ·

No son imaginaciones mías, realmente existen innumerables ciudades dentro de la misma ciudad

Sábado, 26 de enero 2019, 01:38

U na tarde de enero paseo por el centro de la ciudad. La calle está llena de gente que hace compras. La mayoría lleva bolsas de plástico y papel con la palabra rebajas. Miro los escaparates por curiosidad, aunque sé que no voy a comprar nada. Veo letreros en el cristal que señalan hasta el 70% de descuento. Lo que costaba cien hace tan solo un mes ahora vale treinta. Hay mendigos en las puertas de los supermercados, las iglesias, los cajeros automáticos de los bancos. La gente que va de rebajas parece contenta. Supongo que cuando cierren las tiendas la ciudad se quedara quieta y vacía como una noche fría de domingo. Ando sin rumbo oyendo las conversaciones de los paseantes. No escucho nada importante, simplemente las palabras típicas de la vida cotidiana que suelen ser las mismas entre personas sin grandes problemas. El precio de las cosas y las cosas de la vida que no tienen precio. No hay hospitales en las calles más céntricas, sólo bancos, cafeterías y comercios.

Me aparto del centro y descubro las calles más oscuras, las pequeñas tiendas de comestibles, las viejas aceras sucias, los contenedores atestados de basura, los excrementos de perro. Existen muchas ciudades dentro de la ciudad. Las ciudades concéntricas que se van comprimiendo hasta llegar al punto más ínfimo. El centro de la diana. Un piso en un edificio donde transcurre la vida íntima de cada ciudadano. Acabo el paseo y me dirijo de vuelta a casa. Cojo el coche que aparco siempre en el mismo sitio y me alejo, atravieso las afueras de la ciudad y circulo por la autovía casi desierta hasta coger el desvío que conduce a la pequeña urbanización en medio de la nada donde se encuentra mi casa. Al llegar al portal, un vecino que acaba de sacar al perro me da las buenas noches y me habla del frío húmedo que se cala en los huesos. Observo que el perro va tan abrigado como el dueño. Asiento con una sonrisa cómplice, como si hubiera descubierto algo importante. Nos introducimos cada uno en su mundo particular y cerramos las puertas con llave. Enciendo la luz del recibidor y entro en la cocina.

Observo el reloj del microondas: 20.58. Me asomo a la noche. Miro el horizonte a través de la ventana, como si habitara en la torre de control de un aeropuerto. Distingo puntos de luz que se confunden igual que las estrellas. Entonces pienso en algunas de las personas que me he cruzado por la calle. Me pregunto dónde dormirá el mendigo del supermercado, el mendigo de la iglesia, el mendigo del cajero automático de la sucursal bancaria que por las noches cierra sus puertas para que no entre nadie a refugiarse del frío.

Desde la ventana contemplo, a lo lejos, las luces de la ciudad desnuda. Un lugar quieto, callado y solitario. Desde aquí no hay monumentos, ni coches, ni gente, ni tiendas, ni bares, ni restaurantes, ni cines, ni grandes edificios, ni jardines, ni museos, ni escaparates con las últimas tentaciones a precio de ganga. Veo lo invisible, lo que ignoramos y lo que nadie desea reconocer. Cuestiones intangibles que permanecen ocultas como los deseos y los sentimientos, la verdad y la mentira. No son imaginaciones mías, realmente existen innumerables ciudades dentro de la misma ciudad. Hay una calle común en todas las ciudades del mundo que ocupa el lugar más céntrico, la arteria aorta. Desde ella se despliegan y ramifican callejuelas que se expanden como venas. Circular por ellas resulta más dificultoso a medida que te alejas del corazón.

Me gustan los barrios de las grandes ciudades que funcionan de forma independiente. Cada uno de estos barrios posee su propio centro coronario y la vida fluye rica, constante y oxigenada como la sangre sabia. Dejo de mirar por la ventana, apago la luz y la ciudad desaparece.

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