Sr. García .

La ausencia

Cruce de vías ·

Me preguntaba qué habíamos podido hacer para que reaccionara de una manera tan displicente.

Estoy seguro que Adolfo se encerraba en el cuarto cada vez que íbamos a visitarlos o alguien llamaba a su puerta para reparar cualquier avería. ... Ocurrió de pronto, sin ningún motivo aparente. Entonces Adela disculpaba a su marido con la excusa de que se encontraba enfermo o había tenido que marcharse de inmediato por cualquier asunto imprevisto. Al principio nadie sospechó que las ausencias fueran provocadas. Hasta que pasaron varios meses y ninguno de los amigos consiguió verlo. Adela siempre tenía alguna excusa que lo eximía de responsabilidad. Curiosamente ella continuaba relacionándose con cada uno de nosotros con la mayor naturalidad, como si fuera cierto que se había tenido que ausentar precipitadamente para regresar en breve.

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Poco a poco nos fuimos habituando a reunirnos solamente con Adela. A mí incluso se me olvidaba preguntar por él, como si se hubieran divorciado hacía tiempo aunque ninguno de los dos lo reconociera. Pero he de confesar que en más de una ocasión sospeché que Adolfo se encontraba oculto en el interior de la casa como realmente sigo pensando que sucedió. Lo imaginaba en su estudio con la puerta cerrada con pestillo y la luz apagada. Quieto, inmóvil, deseando que la visita se retirase lo antes posible. Me preguntaba qué habíamos podido hacer para que reaccionara de una manera tan displicente. Quizá se había cansado de soportar la vida que hasta entonces había llevado y deseaba efectuar un giro radical. O tal vez la vida cotidiana le aburría hasta tal extremo que había perdido el interés por todo aquello que le rodeaba, incluso la familia. Nunca dio la sensación de ser un padre orgulloso, al contrario. Desde fuera, la relación con su único hijo resultaba distante. Ese era el comportamiento que solía transmitir también con Adela, como si hubieran llegado a un acuerdo y mantuvieran las formas aunque no existiera ninguna comunicación entre ambos. A lo mejor ni siquiera vivían juntos, pero el motivo que fuera lo mantenían en secreto.

Una tarde que iba en taxi me pareció verlo cruzar un paso de cebra, pero estaba anocheciendo y no me dio tiempo a distinguirlo claramente, no sólo por la falta de luz sino también porque cruzó a toda velocidad como si huyera de algo y no quisiese que nadie lo reconociera. En cualquier caso, me causó impresión su aspecto externo, su dejadez. Iba con el pelo largo y barba de varios días, algo inusual en él. Probablemente vislumbré en aquel hombre misterioso algún detalle que me impulsó a relacionarlo con Adolfo, algo indeleble, quizá la mera necesidad de recobrar al amigo que había perdido. Resultaba curioso que sin ponernos de acuerdo entre los amigos decidiéramos no molestar a Adela con ninguna pregunta que le obligara a darnos explicaciones. Él no estaba y punto. Al despedirnos de ella lo hacíamos en plural, como si Adolfo estuviera presente o hubiera tenido que irse a cubrir una urgencia, aunque no fuera médico, ni abogado, ni desarrollase ninguna labor que le exigiera estar de guardia. Adolfo era escritor como yo, trabajaba en casa. La única remota posibilidad para desaparecer del mapa sería que se hubiera dejado arrastrar por las fantasías de la ficción.

Hasta que un día irrumpió de repente en una cena que Adela había organizado en su casa con las viejas amistades. No dio explicaciones, como si nos hubiéramos visto la noche anterior. Hacía cerca de tres años que no sabíamos nada de él. Conversamos sobre lo que uno y otro andábamos escribiendo y afirmó que se sentía liberado porque por fin había terminado la novela. Le pregunté de qué iba la historia y no quiso desvelarlo. Estoy convencido que las nueve personas que nos habíamos reunido a cenar sospechamos lo mismo. La novela era el falso justificante de una ausencia prolongada. Fue como si hubiera huido a otro país y por fin regresara a casa una vez terminada la guerra.

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