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maría teresa lezcano
Domingo, 7 de agosto 2016, 01:44
Margaretha Geertruida (Mata Hari). De 7-8-1876 a 15-10-1917.
El 7 de agosto de 1876 nacía Mata Hari, que en idioma malayo significa ojo del amanecer, aunque entonces no era aún malaya ni bailarina ni espía sino la hija de un sombrerero neerlandés que no estaba loco por excesos efluviales de mercurio como el de Lewis Carroll ni bronceado como los ecuatorianos trenzadores de paradójicos tocados de Pánama ni católicamente bendecido como los bordadores de la mitra papal ya que el señor Zelle era calvinista. Habida cuenta que la pequeña Margaretha siempre se sintió atraída, más que por los sombreros por los uniformes, nadie se sorprendió, ni siquiera el padre sombrerero cuerdo, sonrosado y protestante, cuando se casó con un militar al que pronto destinaron a Java. Fue en la isla indonesia donde, mientras el cónyuge uniformado se iba dando a la bebida, Margaretha decidió combatir el aburrimiento estudiando las técnicas amatorias orientales que la convertirían años después en cortesana de lujo mediante su dominio de La Hormiga Caliente, delicatessen lúbrica sólo conocida por las prostitutas más refinadas; del Balanceo Tibetano, postura hipnótica que garantiza orgasmos ingentes y hasta multiorgasmos; del Filo de la Navaja, técnica de estimulación con armas blancas, o del Chapelet Thai, interesante palpación rectal en busca del punto P. Ya matrimonialmente desvinculada de todo uniforme nació en París Mata Hari, falsa princesa javanesa reconvertida en bailarina que se despojaba exótica e integralmente de siete velos ante amantes de alto nivel a los que espió y contraespió hasta que, un año antes del final de la Gran Guerra y tras haberse velado y desvelado con ministros galos, latifundistas alemanes y banqueros internacionales entre los que se incluía Henri de Rothschild, los franceses la acusaron de ser una agente doble a favor de Alemania y la pusieron ante un pelotón de fusilamiento que le quitó el exotismo a tiro limpio. Después, siguiendo la costumbre relativa a los ajusticiados de la época, su cuerpo fue destinado a la asignatura anatómica de la facultad de medicina, mientras su cabeza tenía el honor de ser embalsamada y colocada en el Museo de Criminales de Francia, donde permaneció hasta 1958, año en que fue robada por algún fan tan amigo de lo ajeno como necrofílico. En fin.
Rabindranth Tagore. De 7-5-1861 a 7-8-1941
Sesenta y cinco años después del nacimiento de Mata Hari moría Rabindranath Tagore, con un pasado reciente galardonado con el primer Nobel de Literatura entregado a un autor no europeo y una larga canción bengalí de apoyo al movimiento indio de independencia sustentando su rechazo al título de caballero que la corona inglesa, más mayestática que graciosa aunque windsoriana hasta los tuétanos de san Jorge, God save the king for Gods sake, le había concedido. Mientras iba modernizando, no pirotécnica sino geográficamente, el arte de Bengala a golpe de poema místico y de aforismo filosófico, Tagore iba haciendo amigos criticando sin ambages la civilización occidental: si en su primera visita a Japón acusó a sus anfitriones de querer emular la maquinaria de poder de occidente y en la segunda de haber alcanzado el súmmum de la irracionalidad, durante su tercera estancia enunció ensayísticamente que Japón estaba subordinando los intereses generales de Asia a la contaminación del virus imperialista europeo, tras lo cual se marchó a China, dejando a los japoneses cabreados como macacos de Honshu con una bengala, no ya geográfica sino pirotécnica, metida por el oshiri autóctono. El país en el que un iletrado inventó el papel, un taoísta que buscaba una poción para la inmortalidad la pólvora y un campesino gregario la brújula, también estaba aguardando al insigne laureado con amigable impaciencia: los chinos, que andaban oprimidos por los militaristas desde dentro y por los imperialistas desde fuera, no estaban para ensoñaciones de unidad asiática y no tardaron en enviar con toda afabilidad al visitante a freír monas de Manchuria : «gracias, señor Tagore, pero en China ya hemos tenido demasiados Mencios y Confucios». Confucio, por cierto, dejó como legado cultural las Anacletas, que no eran agentes secretas historietadas sino conversaciones con unos discípulos que en plena confusión confucionista mezclaban churras de Macao y merinas de Mongolia para obtener obviedades dinásticamente zhou. Ni hao ma?
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