Juan Carlos Onetti. Yo soy Larsen
Hace cien años nació el autor uruguayo, un hombre comprometido sólo con la escritura y capaz de crear el universo épico del fracaso
ANTONIO GARRIDO
Viernes, 26 de junio 2009, 04:52
EL primero de julio se cumplen cien años del nacimiento de Juan Carlos Onetti en una casa de la calle San Salvador, del Barrio Sur de Montevideo; seguramente, al escritor el dato le hubiera importado poco, no creo que fuera relevante para el anciano que con mirada enloquecida, o llena de infinita tristeza, que ambas cosas vienen a ser lo mismo, acostado, vestido con camiseta blanca, me amenaza apuntándome con una pistola. No me parece que vaya a disparar, más bien se está haciendo el malo, se le daba muy bien; o, quizás, recuerda la bala que le atravesó el sombrero cuando en 1956 se vio en medio de un tiroteo en Bolivia e intenta defenderse más que atacar, vano esfuerzo, es frágil, huidizo y está solo, ese estado que cultivó con arte preciosista, una soledad con cuatro esposas y buenas dosis de alcohol.
He defendido la utilidad de los centenarios y otras efemérides para establecer el estado de la cuestión de la materia de que se trata; en este caso, no necesito de justificación metodológica alguna, escribir sobre Onetti en su centenario es para mí un placer, un inmenso placer. Llevo más de veinte años publicando crítica en estas páginas, pues hoy es de los días más felices que recuerdo y tengo muchos buenos recuerdos.
Onetti siempre quedaba segundo en los concursos literarios y lo tenía muy asumido, llegó tarde al 'boom' de la narrativa hispanoamericana y su recuperación, su salto a la fama literaria fue tardío, no creo que tampoco le importara demasiado porque lo que de verdad le movía era el afán de escribir; mejor dicho, escribir bien, muy bien, lo mejor posible: «Escribo para mí, para mi placer, para mi vicio, para mi dulce condenación» y sigue: «escribo porque sí, porque me gusta contar» y concluye que él escribe «estupendamente». Creo que este convencimiento es clave para interpretar su obra como literatura en estado puro. Es justo reconocer que los autores del 'boom' le reconocieron sus valores y la influencia que ejerció en ellos, sobre todo Vargas Llosa.
Implicado con su tiempo
Estuvo implicado con su tiempo y llegó a sufrir cárcel, se exilió, pero nunca admitió la etiqueta de escritor comprometido, salvo con la escritura: «El único compromiso que acepto es la persistencia en tratar de escribir bien y mejor y encontrar con sinceridad cómo es la vida que me tocó conocer y cómo es la gente condenada a convertirse en personajes de mis libros». Aprendió en la calle, era rebelde y se sometía mal a la disciplina escolar. Tuvo empleos diversos, desde portero a vendedor de entradas del estadio Centenario, practicó deportes; muy pronto su trabajo quedó vinculado a las revistas literarias y a la edición.
No fumo pero me indigno con la persecución de los fumadores; creo que, sin molestar a los demás, cada uno es muy dueño de hacer lo que le venga en gana. El caso de Onetti es un buen ejemplo; según su testimonio, una ocurrencia seguramente, se dedicó a escribir por culpa del tabaco: «La verdad es que el tabaco fue la causa de todo. Habían prohibido la venta de cigarrillos los sábados y los domingos. Todo el mundo hacía su acopio los viernes. Un viernes me olvidé. Entonces la desesperación de no tener tabaco se tradujo en un cuento de 32 páginas, que escribí ante la máquina de un tirón. Fue la primera versión de 'El pozo'». Son palabras de 1932. Esta primera versión se perdió en una mudanza, no sería la primera vez que se le extraviara un manuscrito.
Tocaré cuatro aspectos que, en mi criterio, forman el universo de Onetti, un mundo singular sostenido en la exigencia implacable del estilo, la prosa de tonos sombríos, de fragmentos, de palabras que se quedan flotando en la nada, de médanos que atrapan a los navegantes y nos hacen volver a leer lo ya leído, una y otra vez, para siempre jamás.
La base inmediata de la obra de Onetti es la observación de los hechos y de las personas. Se trata de una escritura realista que, a fuerza de respetar el orden natural de las cosas, se vuelve de una inverosimilitud que nos deja perplejos. Los pigmentos del cuadro son perfectamente reconocibles, las figuras también, el resultado es otra cosa distinta y siempre muy humana, muy triste y muy próxima. Onetti amaba a sus criaturas aunque no permitía que se les rebelaran.
Desconsuelo, niebla, pesimismo, marginación, estos son los mimbres del cesto de la desesperanza; todos forman el ambiente en el que el antihéroe vacila aunque pretenda que su paso tenga la firmeza del matón pendenciero. La empresa es un trabajo de Sísifo, la piedra siempre vuelve a caer. El intento de mejorar, de tener un lupanar de calidad como pretende Larsen-Juntacadáveres, por poner un ejemplo, se estrella con el orden establecido, ruinoso y corrupto pero con suficiente poder represor. El antihéroe no puede escapar, no puede salir del pozo ni para montar un prostíbulo perfecto, la sociedad es «normal y astuta», acecha y golpea.
No se ha destacado lo suficiente que Onetti es uno de los escritores contemporáneos en los que la muerte como destino ineluctable está presente de manera constante. Él declaró en varias ocasiones la importancia de la conciencia de morir en su vida y en su obra. Se trata, en definitiva, de un modelo clásico de articulación de la realidad. Veamos, la casa es pura ruina y el jardín una selva invadida por los yuyos. La fuente, en el centro, dejó hace mucho de correr, el verdín, las algas, las aguas estancadas. Los árboles dejan ver las costras de lepra de sus troncos. La glorieta es pura ruina; se trata de un bodegón sobre la fugacidad de las cosas; justo ahí, se desarrollará el cortejo del Larsen fracasado y de la hija loca de Petrus. Es un decorado perfecto para la ruina de los personajes, un absoluto de muerte presentida.
Santa María es la ciudad mítica y real que creó Onetti. Aparece por primera vez en 1950, en 'La vida breve', la novela que el autor estimó más sobre todas las demás. La ciudad es un laberinto del que no se puede escapar. Ciudad y personajes están presos en la misma historia fragmentaria que no entiende de cronologías. En la ciudad las sombras se cruzan con desgana y odio, los chismes corren y son desmentidos o afirmados con la inercia de la niebla o la violencia de la lluvia torrencial. A pocos creadores les es dado usar esta palabra con propiedad, Onetti es más que un creador, a secas, es un demiurgo de la soledad y de la muerte que elevó el mapa de la pobre ciudad a la categoría de universo, al principio y al fin de todas las cosas, por mínimas, imprescindibles. Santa María es La Meca de los desheredados de la fortuna, de los marginados, de todos nosotros.
Obra maestra
'El astillero', su novela más traducida y analizada es la que he elegido como ejemplo en el que se concreta todo lo anterior. Se trata de una obra maestra sin paliativos, una de las grandes novelas universales, el poema de la soledad y el abatimiento, la más perfecta arquitectura de ruinas que la palabra ha podido crear. Larsen-Juntacadáveres vuelve al cabo de cinco años, después de que fuera expulsado por el gobernador. Se baja del autobús que lo ha traído desde Colón, deposita la maleta en el suelo, se estira los puños de la camisa de seda y entra en Santa María. Regresa más viejo, más lento, más gordo y, afirma el narrador, aparentemente domado, casi temeroso pero con la voluntad de aparentar, teatro nada más.
Larsen es un héroe de tragedia vestido de chulo de prostíbulo, su grandeza es su mediocridad, su victoria es su fracaso tan previsible, tan deseado, quizás, por el personaje. Larsen vuelve sin un propósito definido, o quizás sí. Nos encontramos en el reino confuso de las posibilidades, de los futuribles, de los caminos inciertos y llenos de barro que llevan a dos destinos: el astillero y la casa de Petrus donde espera la hija loca del loco hombre de empresa, loca pero llena de fuerza y de deseo. Para que la deformación de la realidad sea aún más real, imaginamos a Larsen, aseado en la ruina de su indumentaria, cruzando la verja con una polvera en la mano, un obsequio de poco valor pero que utiliza como instrumento de conquista, ya he dado con la palabra, en efecto, Larsen es un conquistador de despojos, él mismo lo es.
No creo que al personaje se le pasara por la cabeza la posibilidad de que el astillero volviera a funcionar. Lo he dicho antes, el astillero es el gran paisaje de ruinas como lo son las del Foro o las de la Acrópolis. Se trata de un espacio desmesurado, sin límites precisos, en el que las máquinas se oxidan por efecto de la humedad del río y de las lluvias. Las naves están vacías, los cristales de las ventanas son un recuerdo, los planos de buques fantasmas yacen en el suelo llenos de polvo, su color azul se degrada como todo. Allí va a reinar Larsen, ese es su imperio; se pasea de un lado a otro del despacho y siente que vive; esta es la otra palabra, vivir, ya es mucho, muchísimo, es el ejercicio diario de hacer las mismas cosas que aburren pero que son testigo de estar más que de ser. La ruina es el pretexto y el parapeto, la barricada en la que se estrellan los proyectiles de la realidad, o eso cree Larsen, porque toda Santa María es una metáfora de sí misma. Onetti ha sido capaz de crear el universo épico del fracaso.
El conquistador de vía estrecha tiene que ¿seducir? a la criada de la heredera y pretende lo mismo con la mujer de Gálvez, sin duda esta mujer es el personaje de mayor naturalidad de la novela. Está embarazada, malvive en la casilla, con los perros, pero posee una grandeza diferente y se escapa de la miseria y de la ruina en la que también está sumergida por un raro mecanismo; de alguna manera, posee una pureza original que nada ni nadie le puede arrebatar.
Una de las cualidades del texto es la sorpresa de lo previsible. Sabemos lo que va a ocurrir, no los detalles, sino los trazos gruesos de la historia. Todo sucumbirá como las vanas esperanzas de Jeremías Petrus, el viejo que se recrea en su ruina y se deleita en atraer a otros a su órbita. La fatalidad es tan evidente que deja de serlo para que disfrutemos con lo que verdaderamente importa, con lo único que verdaderamente importa: la prosa, la escritura, el estilo, la sintaxis, las vueltas y revueltas de las palabras en la noria de la creación, admirable dominio del idioma que se demora en efectos secundarios, en ecos y en músicas extrañas. Todo es humedad, desolación y las palabras supuran el fracaso de los personajes que se sostienen en ellas. La única esperanza es escapar por medio de la escritura. Onetti-Larsen, desde el palco de la cama observa el teatro del mundo, escribe y no espera nada, escribe y está y es en el caos.
Lentitud y morosidad
Los zapatos de Larsen, usados, lustrados cien veces, resuenan en el camino que lleva a la casa de Petrus en la que le está vedado entrar. El sonido está en el oído del lector, igual que el de la lluvia que golpea implacable en los galpones y todo lo cubre con el gris plomo de las balas no disparadas, como las que guarda el protagonista en el gesto fatuo e innecesario de sacarlas de la recámara de su pistola. Todo es lentitud, morosidad, barroco en estado impuro.
El río es el flujo de la muerte, de las pequeñas muertes de cada instante. El río, tan sucio como el resto de este paisaje que llega a oprimirnos con la magia perversa de la palabra. Onetti es uno de los grandes, de los de verdad, de los que no necesitan nada más ni nada menos que el milagro de una página. Larsen-Juntacadáveres morirá en el hospital, de gripe; más tarde en otra novela Santa María arderá. La edición de sus obras completas en Galaxia-Gutenberg fue una gran noticia para los que nos consideramos sus devotos admiradores. Les garantizo que admirar sin reservas es un don; eso sí, escasísimo.
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