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antonio paniagua
Lunes, 11 de febrero 2019, 00:25
Pasen y vean a Joseph Grimaldi. En el centro del teatro está el mejor payaso de todos los tiempos, el hombre cuya fama se perpetúa cada año el primer domingo de febrero, cuando cientos de payasos, arlequines, mimos, histriones y demás especímenes que viven de suscitar la risa se dan cita en la iglesia de Todos los Santos de Haggerton (Londres) para celebrar una misa en su honor.
Vestidos con sus trajes de colores vistosos, calzando grandes zapatones, la punta de la nariz rematada en una bola roja, la imprescindible tarta de crema en una mano y un ramo de flores de plástico en la otra, 'clowns' de todos los rincones del mundo homenajearon el pasado domingo a Joe, el nombre de guerra de Grimaldi (1778-1837). No hay excusa para faltar a un ritual que se viene celebrando desde 1947. Los devotos de Grimaldi llegan de Irlanda, Francia y Escocia y de países aún más remotos como Canadá. Salvando las misas de góspel, el oficio religioso de Haggerton es, si no el más divertido, al menos el más permisivo con las extravagancias. A la iglesia se puede llegar circulando en monociclo o a pie. Nadie le reprocha al compañero de banco su irreverencia de llevar la cara maquillada de blanco o que permanezca tocado con un gorro ridículo mientras se entonan los salmos de la guasa. Porque en la secta de los grimaldianos hacer el payaso es el mejor tributo que se le puede rendir al inventor del 'clown' moderno.
¿Qué decir de nuestro héroe? Grimaldi debutó en los escenarios a una edad precoz. Con apenas un año y once meses, su padre, que era bailarín, lo subió al escenario del viejo teatro Drury Lane, donde dio una voltereta e hizo su primera reverencia al público. De inmediato el teatro le contrató por el maravilloso sueldo de quince chelines a la semana.
El primer payaso triste nació en Clare Market (Londres) en 1778, Joseph Grimaldi, considerado el mejor payaso británico de todos los tiempos, descendía de italianos. Su padre conciliaba dos oficios disímiles, los de dentista y maestro de baile. Debutó antes de cumplir los dos años y, en su casi medio siglo de carrera, trabajó en teatros hoy míticos como el Sadler's Wells, el Drury Lane o el Covent Garden. Suyo es el personaje del payaso triste.
Con el tiempo el chico se reveló como un portento para el arte de la pantomima y la canción chistosa. El pequeño encandilaba al público con sus trucos y sus imitaciones de monos y cualquier criatura grotesca. Se cuenta de él que su facilidad para despertar la carcajada era tal que devolvió el habla a un marinero mudo que se descoyuntaba con sus gansadas. Y eso que él mismo no tenía muchos motivos para reír: su padre tenía un carácter colérico, y si le pescaba haciendo cualquier travesura, le agarraba de los pelos y le propinaba una paliza.
Se casó dos veces y dos veces enviudó. Para disimular su aflicción, a veces se pintaba con tiza las arrugas que el dolor había labrado en su cara. Murió sin dejar descendencia: sus dos hijos se le adelantaron en dejar este mundo, uno nada más nacer, y el otro aferrado a la botella. El viejo Joe murió en la indigencia. La artritis lo dejó postrado en una silla, lo que le obligó a hacer sus números sentado. Acabó sus días en penosas circunstancias, pasando hambre y frío y emborrachándose un día sí y otro también.
Más allá de su vida desgraciada, Grimaldi merece ser recordado por otras cosas. Hizo suya la tradición del Pierrot de la 'commedia dell'arte', pero imprimió a su trabajo novedades importantes. Encarnó el papel del payaso triste, ese que hace reír al respetable y se desagua en lágrimas por dentro. Fue el primero en interactuar con su público, al que hacía participar en sus números, canciones y chanzas.
Cuando no pisaba las tablas, se dedicaba a dictar sus memorias. El mismísimo Charles Dickens se encargó de corregirlas y editarlas. En España están publicadas por Páginas de Espuma.
Pese a que el suyo parezca un oficio en extinción, Pepe Viyuela, 'clown' y actor, augura larga vida al payaso, aunque esta especie deberá adaptarse al devenir de los tiempos: «El payaso permanece en la memoria colectiva, pero ya es un personaje para minorías. En España hay cierta confusión y se le asocia con el público infantil, cuando no necesariamente es así. Ya no tiene la relevancia que tenía en otros tiempos, pero sigue vivo, porque conecta con lo vulnerables y torpes que somos. Nos vendemos como seres infalibles y muy listos, pero, como los payasos, somos más bien falibles y tontos».
Por eso cree que irá renovando su envoltura. «Siempre nos reconoceremos en alguien que se equivoca constantemente pero que nos devuelve una imagen agradable de nosotros mismos. La necesidad de proyectar en otro lo que no queremos ser forma parte de nuestro ADN», asegura Viyuela, también expresidente de Payasos sin Fronteras.
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