El día que Napoleón dejó de ser invencible

El escritor y periodista Ramón Jiménez Fraile viaja al pasado para 'entrevistar' al general Álava, el único militar español que participó hace 200 años en la batalla de Waterloo, la contienda que cambió el destino de Europa

ramón Jiménez fraile, Periodista e historiador

Jueves, 18 de junio 2015, 18:24

Nombrado embajador español en Holanda, el general Álava, combatiente en Trafalgar y héroe de nuestra Guerra de la Independencia, iba camino de los Países Bajos cuando se ha visto envuelto en un nuevo conflicto internacional desatado por Napoleón Bonaparte, que bien pudiera ser el último a tenor de la clamorosa derrota que acaba de sufrir en suelo belga.

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Mi general, ¿cómo se encuentra después de haber asistido, como único español, a un acontecimiento de tal envergadura?

Por un lado, satisfecho por haber participado en la batalla más importante que se haya dado en muchos siglos, porque puede decirse que pendía de su resultado la paz del mundo y la seguridad futura de toda Europa; por otro, abatido por las terribles pérdidas humanas.

El duque de Wellington, buen amigo de Álava y compañero de armas en nueve enfrentamientos con los galos en España, Portugal y Francia, más el de hoy en suelo belga, «no ha podido contener las lágrimas al ver tantos dignos y valientes hombres muertos y la pérdida de tantos amigos y compañeros fieles. De los que se hallaron al lado del duque apostilla el general solo él y yo salimos intactos». Las bajas (incluyendo desertores, prisioneros y heridos graves) ascendieron a 115.000.

Arthur Wellesley, el hoy duque de Wellington, y Miguel Ricardo de Álava ya sabían lo que era vencer a las tropas napoleónicas, a las que expulsaron hace dos años definitivamente de la Península ibérica, aunque nuestro militar y diplomático considera que la decisiva derrota de los franceses en la ciudad que le vio nacer, Vitoria, no es comparable con la de hoy en Waterloo: «Solo se le parece en que en ambas ocasiones el ejército galo perdió todo el material y pertrechos, así como todos sus equipajes».

Mientras hablamos con el general, llegan noticias de que a estas horas un humillado Napoleón huye para salvar su piel, perseguido por las tropas prusianas del mariscal Blücher.

¿Puede confirmarnos, mi general, que el resultado de la batalla librada en las afueras de Waterloo ha sido incierto hasta bien entrada la tarde?

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Lo primero que quiero destacar, sin que nadie pueda desmentirlo, es que la victoria aliada se debe al valor extraordinario de las tropas británicas y a la entrega y pericia de Wellington. También es cierto que la secretamente pactada llegada de las tropas prusianas fue tanto más necesaria cuanto que el enemigo tenía fuerzas más que triplicadas, y que nuestras pérdidas eran horrorosas en un combate tan desigual desde las once y media de la mañana.

Con una mezcla de fascinación y espanto, Álava nos detalla cómo, a primeras horas del día, Wellington había dispuesto a las tropas bajo su mando (68.000 soldados ingleses, holandeses y sajones) en posición defensiva a lo largo de unos dos kilómetros y medio, sacando partido de las elevaciones del terreno y de las típicas granjas brabanzonas, edificadas como auténticas fortalezas.

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Napoleón, respaldado por 122.000 franceses, inició las hostilidades con una carga de caballería sobre el centro del ejército de Wellington, apoyado por más de 300 piezas de artillería «que causaron un estrago espantoso en nuestra línea».

Los franceses se ensañaron con una de las granjas ocupadas por los anglo-holandeses, la llamada Hougoumont. Nos consta por declaraciones de un testigo presencial, Henry R. Addison, del segundo regimiento de la guardia de dragones inglesa, que en la defensa de esta hacienda, en la que unos 1.500 combatientes perdieron la vida en tan solo media hora, el general Álava se comportó de manera heroica.

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A la bayoneta

Prefiere evitar toda alusión personal, pero el general destaca cómo Bonaparte lanzó a media tarde un ataque con su guardia «con tal vigor que arrolló a las tropas comandadas por Wellington y tuvo por un momento indecisa y aún más que dudosa la victoria».

Fue entonces cuando el duque se dirigió a sus hombres «con el ascendiente que tiene todo gran hombre y, con su bicornio en mano, en el que había colocado insignias con los colores de las banderas inglesa, holandesa, española y portuguesa, les hizo volver a la carga para medirse cuerpo a cuerpo, a la bayoneta, con la guardia imperial, exponiéndose él mismo a toda suerte de riesgos personales».

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Sin duda, la victoria hubiera caído del lado francés si en vez de irrumpir los 117.000 prusianos en el campo de batalla, lo hubieran hecho los 33.000 soldados de refresco al mando del mariscal francés Grouchy, esperado en vano por Napoleón y al que en las filas francesas se empieza a considerar como el culpable del desastre (corre el rumor que pasó parte del día degustando fresas en la cercana localidad de Wavre).

Sea como fuere, Álava, auténtico ayudante y consejero en la sombra de Wellington, considera que Bonaparte ha obrado de manera imprudente ante la «desesperación de ver las fuerzas enormes que iban a atacarlo por todos los lados de Francia, y con el objeto de dar uno de sus golpes acostumbrados antes de la llegada de los rusos y los austríacos».

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El militar español se refiere a la decisión tomada hace un par de meses por las monarquías europeas reunidas en Viena, que han decidido movilizar a un millón de efectivos (austríacos, prusianos, hannoverianos, rusos, italianos, ingleses, holandeses, españoles, portugueses) para rodear y atacar Francia dentro de dos semanas, en represalia por el abandono de Bonaparte de su confinamiento en Elba.

Consciente de que no podría hacer frente desde el territorio galo a una fuerza aliada tan descomunal, le petit paporal (el pequeño cabo, como le llamaban sus soldados) había movilizado a duras penas estas últimas semanas a su Ejército del Norte, con el que había penetrado hacía cuatro días en territorio belga.

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Todo apunta a que el plan de Napoleón consistía en destrozar a las tropas comandadas por Wellington, a quien consideraba un «mal general», para luego negociar desde Bruselas la paz con sus enemigos europeos desde una situación de fuerza.

De lo que no cabe duda es de que el gran perdedor es Bonaparte, a quien, según los prisineros franceses con los que ha podido hablar el general Álava, «no le queda más recurso que cortarse el cuello». «Sus tropas nunca le habían visto exponer tanto su persona, hasta el punto de que parecía que buscaba la muerte para no sobrevivir a una derrota de consecuencias tan funestas».

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Almorranas

Sin embargo, otros testimonios recogidos por este corresponsal describen a un Bonaparte más bien apático, que en escasas ocasiones ha montado a caballo, al parecer aquejado de almorranas. El duque de Wellington, en cambio, ha sido más asiduo en el campo de batalla a lomos de Copenhague, el brioso pura sangre castaño con el que ya había vencido a los franceses en España.

«Toda la vergüenza por la derrota remacha Miguel de Álava va a caer sobre Bonaparte, quien ha perdido para siempre la reputación de invencible, que en adelante conservará un hombre honrado en referencia a su amigo Wellington, que lejos de turbar y esclavizar Europa será instrumento de su felicidad y de la paz que tanto necesita».

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Heredero de los ideales y los nuevos aires de modernidad que soplan en el país vecino desde hace 25 años, Napoleón Bonaparte ha llegado a suscitar una gran admiración dentro y fuera de Francia. Pero su deriva autoritaria, su quimera imperial, el nepotismo en el que ha basado su política de conquistas y su afán por someter Europa a la fuerza le han convertido en el enemigo público número uno de las monarquías europeas y en un personaje aborrecido incluso para individuos ilustrados y sensibles a los postulados de la Francia revolucionaria como nuestro general.

Miguel de Álava se dispone a pasar en la fonda de Waterloo una segunda noche mucho más reconfortante, aunque no exenta de emoción. El «tirano», como se refiere a Bonaparte, ha sido vencido. Probablemente de una vez por todas. Como así fue.

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