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El coronavirus es un virus tan real que tiene corona y está configurando la manera de vivir de muchas personas. El coronavirus, a tenor de los datos, como otros tantos virus, circula por el mundo como si éste fuera permanente zona Schengen: hay muchos virus viajando en este momento por el planeta Tierra. Estamos en contacto con ellos. Algunos los conocemos y probablemente existan más que desconozcamos; es lo que pasó con el COVID-19 hasta que se detectó, también pasó con el HIV; convivimos con virus que no conocemos y que nos convierten en más vulnerables de lo que somos si no los detectamos a tiempo o encontramos respuesta a su presencia amenazante.

Somos tan vulnerables que vamos a seguir muriendo de muchas cosas y dependiendo del lugar que habitemos tenemos más papeletas de morir pronto: en la cara pobre del mundo siguen falleciendo millares de personas por enfermedades infecciosas como el dengue, la malaria o el ébola, cosa que en España no ocurre porque, entre otras cosas, una sanidad cuanto más potente, más descubre.

Puestas así las cosas, con un virus tan real que pone en jaque al mundo entero, convendría reflexionar sobre las condiciones a las que estamos expuestos los humanos: nos creemos dioses y somos criaturas con fecha de caducidad, nos consideramos invencibles y un bicho desestabiliza hasta las estructuras económicas, nos venimos arriba por cualquier cosa y un agente infeccioso nos lleva a tomar medidas, hasta ridículas, para salvar al enemigo invisible.

La condición humana es así, recordémoslo, limitada y vulnerable. Y aunque los esfuerzos que se hagan para la contención del coronavirus sean óptimos hasta el punto de frenar su expansión y su carácter lesivo, el ser humano seguirá siendo quien es: alguien aprensivo, manipulable, mortal. La historia del coronavirus es toda una parábola de la condición humana: el ser humano lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad que contrasta con la evidencia de su finitud. ¿Por qué será?

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diariosur Un virus real