El Valle de los Caídos
A pesar de que los más o menos treinta y cinco mil cadáveres sepultados en el Valle de los Caídos pertenecen a los dos bandos litigantes en nuestra última Guerra Civil -fue una odisea el traslado de los restos humanos desde Brunete y Belchite a la desnuda y solitaria Sierra de Cuelgamuros-, como saben, una de las más grandes fosas comunes existentes en el mundo, posee una carga simbólica que periclita hacia el lado de los vencedores; sin ir más lejos su Caudillo, el 'conducator', el pequeño líder de voz aflautada, el generalísimo Franco, a su muerte, el frío 20 de noviembre de 1975, fue enterrado allí, bajo el manto de armiño, y una pesada losa, de una monarquía que él había instaurado y que luego la mimética familia Borbón se encargó de transformar en restauración democrática. El sobrecogedor teatro imaginario franquista está inscrito sobre la roca viva, marcas profundas de una Historia imperial de pacotilla, arbitraria y triunfalista, cuyo máximo hipogeo (y apogeo) arquitectónico, se halla hacia arriba -la cruz de ciento cincuenta metros-, y hacia abajo -los túneles excavados por miles de obreros, presos políticos y contratados libremente, entre 1940 a 1958-, y pone en pie un cadáver colectivo indisoluble. Y lo consigue. Visité el Valle de los Caídos hace unos años, un mes de julio riguroso en el que residía en el mágico hotel Felipe II de El Escorial, invitado a los cursos estivales de la Complutense. Al igual que cuando recorrí el Palacio napolitano de Caserta, cuando subía las escaleras para llegar al cuerpo central del Valle la temperatura sobrepasaba los cuarenta grados a la sombra en los escasos refugios donde la sombra ardía.
No puedo engañarles. Nada más acceder al recinto me sentí un liliputiense. Es una estrategia conocida de los arquitectos de estos mausoleos funerarios el lograr que el ser humano se sienta una hormiga y reconozca que tiene los días contados. Los arquitectos del Valle de los Caídos se asemejaron en este aspecto a los de la pirámide de Keops o al magno Senenmut, amante de la faraón Hashepsut, inmortal gracias el templo de Deir-el-Bahari, que Senenmut planificó con una espantosa confianza en el futuro. Volviendo al Valle de los Caídos, recuerdo que las esculturas de Juan de Ávalos me impresionaron, al margen del programa iconográfico que aseguran dirigió el propio dictador. Hay un retorcimiento, una lucha contra la materia, en los evangelistas, los arcángeles, la fortaleza, la justicia..., y luego la Gran Nave de la Basílica, las capillas iluminadas, el Altar Mayor, la Cúpula, y las puertas de entrada. Ya me gustó menos la tumba del general Franco, cercana al Altar Mayor, cuyo emplazamiento, por sí solo, es exagerado y prepotente, y funciona como una mácula ideológica en un lugar que se pretendió para todos los españoles, no sólo para los que apoyaron el régimen salido del alzamiento. Sin embargo, dudo de que la medida del gabinete de Pedro Sánchez de sacar los restos de Franco, sirva para suturar las heridas. Permítanme dudar, a veces es un privilegio.
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