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Hay pocas fuerzas tan absorbentes como la costumbre. Ocurre también en política, donde a menudo se valora más lo malo conocido que la gestión por conocer. En un microrrelato, Andrés Neuman dibuja el recorrido del miedo electoral utilizando la imagen de una papeleta situada junto a una ventana abierta: «Tembló con el cambio de aire, rotó, pareció levitar, se dobló como una ola, como un caballo rampante, destacando sobre el resto de papeletas. La mano la esquivó y levantó la de siempre». ¿Le faltó altura al vuelo o valentía al votante? Pablo Iglesias creyó que todas las manos levantarían su papeleta, aunque ya ni siquiera convenza a los suyos. Hasta Íñigo Errejón, su íntimo amigo, se ha bajado del barco cuando el agua le ha llegado a los tobillos. Entre la deslealtad y el naufragio muchos eligen una puñalada que les ponga a salvo. Arreglar el mundo resulta sencillo en la barra de un bar, sobre todo cuando estás inspirado por los licores furiosos de los que escribía Pizarnik. Las administraciones y su maraña burocrática son otro cantar: uno más aburrido, por momentos exasperante, casi como el gregoriano. Pero diría que hay algo, por encima de cuestiones ideológicas, o tal vez por debajo, que nunca le han perdonado a Podemos: su juventud.

Los veintitantos, incluso los treinta cortos, generan una condescendencia de manual en el trato, con licencias impensables en otros casos. Por eso está tan extendida la referencia a los integrantes y simpatizantes de Podemos como 'podemitas', aun cuando desprende una evidente connotación negativa que equivaldría a llamar 'sociatas' a los miembros del PSOE o 'peperos' a los del PP, coletillas que nadie se permite. A los jóvenes, disculpen la autoinclusión 'millennial', nos quieren cerca del meollo, para evitar que la media de edad alcance la decrepitud, pero no dentro. Algo así ocurre con la formación morada en el espectro político; a la izquierda joven y díscola la prefieren apartada, presente pero residual. Que los niños vayan a la boda pero no molesten. Los partidos tradicionales inventaron incluso el paraguas rancio de las nuevas generaciones para camuflar que no saben dónde meter a sus jóvenes. ¿Imaginan una herramienta similar, por ejemplo, para sexagenarios? Las viejas generaciones. Por su sede pasarían excargos incapaces de aceptar que su tiempo ha acabado, empeñados en ser relevados por cachorros que han creado a su imagen y semejanza. Porque también hay jóvenes que nacieron ancianos, aunque ellos sean aceptados. Saben esperar el turno que les ha sido dado.

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