Considerar la alegría
josé maría romera
Domingo, 8 de enero 2017, 10:05
Demasiadas alegrías. El reproche moral contra el gasto excesivo, contra las decisiones tomadas precipitadamente o contra la actitud frívola ante la vida se sirve con frecuencia del término «alegría» para expresar su desazón. De ahí la sospecha que siempre acompaña al alegre, representación del temperamento jovial y bienhumorado pero al mismo tiempo superficial e inconsistente. Queremos tener cerca a personas alegres que nos iluminen con su contento, pero no es a ellos a quienes confiaríamos la gestión de nuestros asuntos. Preferimos el apoyo de la sombría pero eficiente cigarra a la divertida hormiga que despilfarra su tiempo en alegrías. Y así también, tal como observa Savater en su Diccionario filosófico deliberadamente introducido con la entrada «alegría», como si de una declaración de principios se tratara, nuestra época parece complacerse intelectualmente en reprobar las actitudes alegres al tiempo que celebra con insistencia la pesadumbre.
Así que no viene mal de vez en cuando reconciliarse con esa virtud tan desacreditada, tal como han venido a hacer dos libros de publicación reciente. Uno viene firmado por el filósofo francés Frédéric Lenoir y se titula El poder de la alegría (Plataforma Editorial, 2016). El otro recoge unas conversaciones entre el Dalai Lama y el arzobispo sudafricano Desmond Tutu durante una semana de encuentros en Dharamsala, luego editadas por Douglas Abrams bajo el título de El libro de la alegría (Grijalbo, 2016). Aunque en ambos late una especie de misticismo de fondo no exento de escarceos con la psicología positiva en boga, tampoco la apología de la alegría que comparten está alejada de lo racional. La alegría, nos vienen a decir en ambos casos, no es tanto una meta como puede serlo la felicidad como una actitud, un estado mental y espiritual, una disposición que propicia el bienestar propio y ajeno.
Recomendaba Alain: «Si buscáis alegría, haced primero provisión de alegría. Agradeced antes de recibir, pues la esperanza procura razones para la esperanza y el buen presagio hace llegar la cosa». No se trata, pues, de alegrarse de todo, sino de adoptar una disposición favorable hacia la realidad que nos permita hallar en ella lo más grato que pueda proporcionarnos; no de «enmendar» las cosas de este mundo ni de abolir lo trágico que hay en él, como vuelve a precisar Savater, sino de celebrar la vida tal y como es, con sus maravillas y sus desgracias. «Pesadumbre y alegría dependen más de nosotros que de lo que nos pasa», advierte Multatuli. La alegría es, pues, una opción cuyo cultivo el que cantó Benedetti proponiendo defenderlo como «una bandera, una trinchera, un derecho, una certeza» vale más que la búsqueda de aquello que nos la pueda proporcionar en un momento dado.
Nos recuerda Lenoir que no podemos elegir los acontecimientos ni su rumbo, pero sí las personas y las cosas de las que nos rodeamos y, más todavía, el estado interior con el que nos prestamos a ellas y vivimos el presente que nos proporcionan. Aunque desde perspectivas muy distintas, coincide con Clément Rosset otro de los grandes apologistas de la alegría en que este sentimiento no tiene por qué alejarnos de la lucidez y de la verdad, sino que, antes al contrario, alcanza su plenitud cuando nos reconcilia con lo real y sus limitaciones e imperfecciones (La fuerza mayor). Más allá del conformismo estoico, la alegría acepta la realidad pero acto seguido la transforma en la medida en que transforma al sujeto que la vive. Lo explicó bien Chesterton: «El hombre es más humano, más semejante a sí mismo, cuando su estado fundamental es la alegría y su estado superficial la pena». Así que no se trata de esperar a que la vida nos dé alguna alegría en medio de la melancolía constante, sino al revés: de que la tristeza solo sea un entreacto pasajero en medio de una alegría mantenida permanentemente. Tanto la propuesta de Lenoir como la de Tutu y el Dalai Lama se aproximan a esta visión, al tiempo que por otra parte respaldan el ideal de Montaigne de una «alegría profunda» que «tiene más de seriedad que de júbilo, más de serenidad que de exaltación».
«No hago nada sin alegría», dejó dicho Montaigne en una especie de lema cuyo tono envuelve toda su obra. El lector de los Ensayos entenderá en qué consiste esta alegría teñida de ironía y de humanismo que, lejos de la superficialidad de las alegrías circunstanciales, permite construir toda una filosofía de vida. Quizá sea una buena propuesta para el comienzo de año, la época de los buenos propósitos condenados a esfumarse en cuanto decaiga la euforia. Frente a las alegrías espasmódicas brindadas por los contentos pasajeros que propicia el ambiente festivo, el deseo de una alegría constante que no se supedite al vaivén de los hechos, de las emociones ni de los pensamientos.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.