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Relaciones humanas

La adicción al lamento

josé maría romera

Domingo, 17 de abril 2016, 10:48

En la era de los agravios, mostrarse como víctima de algo siempre da ventaja. Es asombrosa la cantidad de individuos y colectivos que reclaman para sí la condición de damnificados no siéndolo, o siéndolo solo en una dimensión menor que no justifica ni la vehemencia ni la prolongación de su queja. Posiblemente lo pasen mal y no les sobren motivos para pedir alguna forma de desagravio o de compensación, pero su estado poco o nada tiene que ver con el de las verdaderas víctimas de crímenes, injusticias y vesanias que se extienden por todo el universo. Nada hay tan patético como el doliente que nos abruma con el lamento por una injusta multa de tráfico en presencia de un enfermo de cáncer. Pocas cosas hieren más la sensibilidad que el clamor reivindicativo de unos supuestos perseguidos que purgan sus penas en la cárcel después de haber dejado un reguero de muerte y dolor entre aquellos a quienes se afanan cínicamente en presentar como sus verdugos.

La actitud victimista se sostiene en dos sofismas básicos. Uno es la apropiación del papel de perjudicado en un conflicto real o supuesto que sitúe la interpretación de los hechos en un relato lineal de víctimas y verdugos y no en la complejidad de factores que habitualmente intervienen en cualquier situación humana. Como el mal estudiante que elude toda responsabilidad respecto a su vagancia adjudicando la culpa del suspenso recibido al profesor que le tiene manía, el victimista gusta de apuntar hacia una fuerzas del mal causantes de su daño, un daño por regla general sobredimensionado cuando no imaginario, de modo que se siente dispensado de toda obligación que no sea la de pregonar a los cuatro vientos su triste condición de doliente. Una vez conquistada esta posición, aparece el segundo sofisma: la creencia de que el hecho de ser víctima concede el derecho a recibir recompensas, indemnizaciones o, como si el daño sufrido se hubiera transformado misteriosamente en un mérito, premios y reconocimientos. Ya que no nos es dado alcanzar el éxito por medios propios o no estamos dispuestos a invertir el esfuerzo necesario para alcanzarlo, busquemos el atajo de la lamentación, el camino directo de una queja que convenientemente administrada puede sernos útil.

¿Quiere esto decir que hemos de ocultar nuestros padecimientos y mostrarnos inclementes ante los que sufren? La sobrecarga de discursos victimistas en nuestro tiempo ha engendrado una suerte de cinismo arrogante y despiadado que niega la atención a los menos favorecidos con diversos pretextos antivictimistas. Unas veces es que se quejan de vicio. Otras, que ejercen sobre nosotros un chantaje moral y emocional al que en cambio otros en peor situación han preferido no recurrir. Otras, que a fin de cuentas todos cargamos con nuestra cruz y bastante tenemos con sobrellevar lo que nos toca en suerte a cada uno. No deja de ser paradójico que en la medida en que crece una cultura del lamento extendido a pequeñas pejigueras y dudosos daños de escasa entidad, adquieren mayor eco las ideologías basadas en el rechazo a los débiles y marginados. Cuanto más sensibles somos a los agravios de consumidor, a las injusticias administrativas y a los desaires en la convivencia cotidiana, menos compasión nos inspiran los refugiados que huyen de la guerra o las mujeres asesinadas por su parejas.

Al no constatarse una relación objetiva entre la magnitud de los daños sufridos y la intensidad de las quejas de quienes los padecen, acabamos relativizándolo todo. En política ser objeto de un vulgar insulto congrega más adhesiones que un buen programa de gobierno, y los llamados incendios de las redes sociales se avivan con mayor facilidad si alguien ofende a una minoría amparada por el discurso políticamente correcto de nuestros días que cuando se produce un despido masivo que empeorará la vida de cientos de seres. Así las cosas, no es raro que la victimología haya ampliado su círculo y multiplicado sus adeptos. Ser víctima de algo atrae simpatías que tal vez uno nunca podría alcanzar con sus cualidades, abre puertas a menudo cerradas para el reacio a los lamentos y otorga una especie de estatus moral privilegiado al que no pocos aspiran.

Los adictos a la queja siempre han buscado la compasión ajena, pues les hace sentirse cobijados en su calor. No les defraudemos; démosles afecto, comprensión y compañía en la medida en que nuestra paciencia lo permita. Pero resistámonos a atender sus otras demandas, empezando por la demanda de tener razón. Nadie está en la verdad por el hecho de padecer un sufrimiento, y tampoco la acumulación de dolor pone siempre la justicia de nuestra parte, nos hace mejores ni nos concede privilegios de ninguna clase. Lo saben bien las víctimas de verdad, quienes, por cierto, tienden a ser las más moderadas en sus exigencias de reconocimiento.

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