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En mi infancia, los mantecados eran casi siempre de dos pisos, envueltos en papel de seda y de marca irrelevante. No tenían un gran protagonismo ... en la bandejita de dulces. Se terminaban antes los turrones y los roscos de vino, aunque a mi madre no le importaba demasiado que así fuera, porque ella sabía que sorprendernos varios meses después con los mantecados rezagados de Navidad en una excursión campestre o similar sería un éxito seguro. En mi adolescencia, los mantecados se vistieron de envoltorios plásticos con colores que indicaban si eran de limón, canela, coco, almendra o chocolate, y perdieron todo el interés frente a híbridos de mazapán y bombón o bolitas de coco y chocolate que venían en las mismas cajas, aquellas que vendíamos para ir de viaje de estudios. Hoy, llegando octubre, los supermercados empiezan a dedicar una parte creciente de su superficie a una abigarrada variedad de dulces de aquí y allá, desde panettones y calendarios de adviento a barritas de crema de cacahuete y caramelo salado y turrones de cincuenta sabores imposibles, incluyendo los sin gluten, con stevia, veganos o sin azúcares añadidos... Y en medio de ese órdago a la grande de la industria alimentaria, de pronto el humilde mantecado resurge con más fuerza que nunca. Solo que ahora sí importa la marca, la calidad y la proporción de los ingredientes; si la manteca es ibérica, si la producción es industrial o artesanal. Hay una marca cuyos mantecados van numerados para certificar que la producción es corta, y quien desee participar en un debate de preferencias ha de conocer al menos las dos o tres casas que ocupan el top en el ranking de los más respetados creadores de opinión. El humilde mantecado se rescata de la humillación de los saborizantes para ser el estandarte de la autenticidad del dulce navideño, pero a veces estresa un poco tener que hablar hasta de mantecados con autoridad.
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