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¿Hacen falta millones para innovar en la industria alimentaria? Puede que se necesite dinero, pero el motor de todo es la creatividad, y la creatividad, como el músculo, se ejercita. Todo es ponerse. Jaime Martínez de Ubago, fundador de Conservas Ubago (hoy desvinculada de la familia) fue un ejemplo de creatividad industrial, y si el nombre no les suena más allá de una marca, es porque, como explican sus hijos Elisa y Javier, reunidos en torno a un álbum con algunos de sus nietos, «siempre estuvo más volcado en el trabajo que en promocionarse». Sin embargo, les sonará el nombre de concha fina, el langostillo o, a los más veteranos, marcas como 'el cangrejo Pepe' o 'Malagueña Salerosa'. Hagamos un poco de flashback.
Nacido en Madrid en 1916 en una familia pequeñoburguesa, Jaime Martínez de Ubago recaló en Málaga en 1952, junto a una expedición de empresarios conserveros gallegos que venían atraídos por la sobreabundancia de sardina que en la época había en nuestras costas. Ya licenciado en Derecho, Jaime conoció durante una estancia en Galicia a Elisa Escuredo, hija de Eugenio Escuredo, un próspero empresario conservero de O Grove. Tras casarse con Elisa, se inició en el negocio de las conservas junto a su suegro, y antes de independizarse ya había trabajado en innovaciones como la pasta de anchoas y las primeras cámaras de congelación para el atún, o investigado sobre la deshidratación de verduras y las latas autocalentables, inquietud que luego daría lugar a un curioso negocio.
Elisa, pese a pertenecer a una familia rica, había recibido una educación orientada a la práctica de la economía doméstica con las monjas del Cluny, que no solo le vendría de perlas para criar a 12 hijos, sino que terminaría aportando al negocio familiar, porque, como recuerda Elisa hija, «la educación abre caminos. Cuando nuestro hermano Manolo le decía a mi padre que era 'abogado de sardinas', él respondía que la Universidad le había servido para aprender a pensar».
Martínez de Ubago montó, con ayuda de su suegro, la primera fábrica de conservas en El Perchel, en el solar que hoy ocupa el Centro Comercial Larios. La accesibilidad de la materia prima propició el despegue del negocio. El empresario contó con la ayuda inestimable de dos mujeres. Su esposa, Elisa, que se preocupaba desde cuestiones como la alimentación de las trabajadoras hasta la optimización de la línea de producción gracias a su interés por los entonces revolucionarios 'estudios de movimiento', y Carmen, 'La Gallega', una peculiar 'Mery Poppins' que mantenía el orden en una casa llena de niños.
Además de sardinas, Ubago introdujo otro producto novedoso, los chipirones rellenos en aceite (y la idea de darles la vuelta para limpiarlos). Pero a los 10 años, la materia prima empezó a escasear y hubo que inventar en serio. «Mi padre y mi madre eran unos apasionados de la dietética», recuerda Javier Martínez de Ubago. «Eso les llevó a pensar también en conservas de pescados de bajo coste que pudieran ser proteínas accesibles para la gente con menos poder adquisitivo». Así nacieron las conservas de jurel y de aguja. Estas últimas se siguen comercializando hoy.
Pero la gran producción requería de un nuevo producto estrella, y Jaime empezó a recorrer en su coche todos los puertos de España para encontrarlo. De vuelta de una gira poco alentadora, en La Línea de la Concepción vio un enorme monte de conchas acanaladas (que se siguen viendo en nuestras playas). Era corruco, un almejón sin interés comercial que se pescaba porque se alimentaba de almejas y coquinas. Al llegar a Málaga, el industrial pagó 15 pesetas para que le pescaran un saco y se lo llevó a casa. «Mi padre y mi madre empezaron a hacer pruebas, y aquello olía a rayos. Pensamos que se había vuelto loco», ríe Elisa. Pero dieron con la tecla al encontrar el punto y el caldo de cocción adecuado. Bautizaron el producto como 'langostillo' y volvieron a recorrer toda la geografía de la tapa española dejando latas de muestra. «Volvieron muy desanimados, porque aquello no lo quería nadie, pero a los dos meses empezaron a recibir telegramas de bares que los pedían. Incluso el líquido de cobertura se demandaba como caldo para paellas. La receta de aquel líquido era como la fórmula de la Coca Cola, se mantenía en secreto», sonríen.
El langostillo se convirtió en la 'vedette' de Ubago, pero las innovaciones no pararon: las latas autocalentables, que terminaron alimentando al Ejército español; la concha fina, nombre comercial que Martínez de Ubago acuñó en sustitución del poco apetecible nombre de 'concha cebollera' utilizado entre los pescadores; el 'cangrejo Pepe', curioso precursor del surimi; el relleno de anchoas para las aceitunas que vendía con la marca 'Malagueña Salerosa', las latas hipocalóricas o, posteriormente, la apertura en Málaga de la primera fábrica en España de salmón ahumado, nacida gracias a un acuerdo con una empresa nórdica. Y mejoras como la apertura fácil o la diversificación de la forma de las latas.
Conservas Ubago fue además un referente en la producción de la caballa en aceite en toda España gracias a otra de las ideas de Jaime Martínez de Ubago que introdujo el 'pelado químico', usado hasta entonces para el tomate y los melocotones, en el procesamiento del pescado. La idea, en principio criticada, se sigue usando hoy en todo el sector.
Pero lo que permitió que la empresa se expandiera hasta constituir un grupo que hoy emplea a más de 4.000 personas en varios países, o consolidar empresas como Vensysel España, referente nacional en pescado ahumado, fue la capacidad de contagiar inquietudes y actitud a su numerosa prole y a sus colaboradores, de generar equipos aprovechando el potencial de cada uno, de invertir en investigación (firmó acuerdos pioneros con el Instituto Oceanográfico para investigar la biología del corruco) y de considerar el error parte necesaria del aprendizaje. «Le interesaban todas las opiniones, aprovechaba las capacidades de cada uno y creó escuela con esta forma de escuchar y dejar hacer a quien tuviera iniciativa», concluye Javier.
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