El fútbol ofrece, entre sus muchas habilidades para despertar pasiones, las mil y una cara distintas de un equipo o de sus jugadores en apenas ... una cuantas horas de diferencia. ¿Motivos? No se sabe: es un enigma verdadero, porque a ver quién puede explicar la diferencia entre el Málaga del sábado, que tuvo fallos de primaria frente a un mediocre Leganés (no estoy para nada de acuerdo con quienes dicen que el equipo madrileño no tuvo que apretar el acelerador, no, sino que es un equipo muy malo), con el de anoche en Girona. Aquel Málaga tuvo fallos conceptuales y regaló extrañas situaciones, sin apenas una jugada de mérito, mientras que éste Málaga se trajo los tres puntos de tierras catalanas con una lección de sobriedad, saber a lo que jugaba y mostrar una superioridad apabullante ante un rival que debió terminar el encuentro con una derrota más contundente, pero Luis Muñoz perdonó una jugada que hubiera sido de juzgado de guardia si al final, en cualquier contingencia, los locales nos hubieran empatado.
El Málaga inmovilizó al Girona, supo a lo que jugaba y cómo debía de jugar, y ganó. Un triunfo importante, mucho, porque los catalanes conforman un buen equipo, uno de los a priori favoritos, pero los de Pellicer los maniataron por completo, y si alguien mereció ganar ese fue quien ganó, o sea el Málaga, ni mucho menos.
Hubo muchas cosas positivas, entre ellas la irrupción de Joaquín, las aportaciones de Caye y Cristian, y la soberbia tranquilidad que ofrece Dani Barrio (que metió una mano de ensueño). Matos, igualmente, aportó en su zona lo que faltó a gritos hace apenas 72 horas, mientras Yanis y Chavarría traían en jaque a los zagueros rojiblancos. Mención especial merece Chavarría, verdadera pesadilla para cualquier defensa, y que se ha convertido en la figura identificativa de un Málaga, anoche, que no tuvo nada que ver con el fallón equipo que perdió en La Rosaleda hacía unas horas. En Girona vimos a otro equipo. Es la grandeza de la pelota.
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