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Nacho, a comienzos de los 80 con el brazalete de capitán. SUR
¡Oh, capitán; mi capitán!

¡Oh, capitán; mi capitán!

La familia de Nacho Pérez-Frías se despide con esta emotiva carta del que fuera jugador y médico del Málaga

familia pérez-frías

Martes, 3 de abril 2018, 00:23

Algunos de nosotros presentíamos, desde siempre, que cuando estuviésemos en primera fila serías el primero en partir. No por ser el mayor, o estar enfermo, o ser el más débil. No. De esos hay más. Pero eras el de corazón más grande y sonrisa más amplia. A esos siempre los elige la dama de blanco. Son sus favoritos.

Cuando te pidió el favor de acompañarla y te ofreció su brazo no supiste decir que no. Nunca decías que no si te pedían un favor, y esta señora no iba a ser la excepción. Y tampoco le ibas a decir que mañana o luego. Si ella te requería ahora, ahora era el momento. Nos comentaban tus amigos que estaban esperando no un no, sino un mañana cuando alguien te pedía algo. Y tu respuesta era que mañana sería otro día y que mejor dejar el trabajo hecho.

Así que corazón grande y sonrisa amplia. Y primero los demás. Eso, querido, era genético. Como mamá. Y de ella aprendiste a jugar al fútbol. Fue tu primera entrenadora, y eso no lo sabe casi nadie. Lo contaremos ahora.

Un balón –de reglamento– bajo el brazo siempre. Era tu tarjeta de presentación. Y eso que tú no lo necesitabas. Eras bueno y no tenías que aportar el balón para que te dejaran jugar. Nos pasábamos las tardes en la calle jugando al fútbol hasta que anochecía. El problema eran los días de lluvia, Nunca te gustaron los terrenos embarrados ni sacar ventaja de ello. Entonces se organizaba el partido en el pasillo de casa, se cerraban las puertas y sacabas una pelota de goma y allí, tras oír a mamá que pronunciaba los cuatro sin de inicio: sin patadas, sin peleas, sin pelotazos y sin perdedores… comenzaba el partido. Y así se vivía la vida en casa.

Después seguiste igual por todos los campos que te vieron jugar, Salesianos, Segalerva, Anexo, Ciudad Deportiva, Bernabéu, San Ignacio. Recupera la bola, balón al suelo y reparte juego. No hay enemigos, hay rivales con distinta camiseta y, al fin y al cabo, esto es un juego que tiene sus reglas. No merece la pena lesionar a un compañero por ganar un partido. Desde tu capitanía del Málaga primero y desde la AFE después estas eran tus normas. Tocando, sin balones al aire y sin pegar patadas se jugaban los partidos.

Y la vida como médico por el mismo camino.

Los más mayores de la familia te llamaban el niño de Dios. Antes de cumplir dos años estuviste a punto de ir al cielo. Los médicos se habían rendido y dijeron a nuestros padres que no había nada que hacer. La divina locura de mamá exigió que se lo llevaran a casa y dijo que aceptaba que se fuera con Dios porque era suyo, pero no con hambre. Y se lo puso a compartir el pecho con su hermano. Así que lo que ha pasado no es injusto, sólo es que Dios ha tenido sesenta años de paciencia y nos ha permitido compartirlo con él. Y esto lo decimos para Francis, Nacho, Peri y Candela, especialmente para Candela, que se rebela contra lo que ella no puede ver sino como una terrible injusticia.

Justo cuando él subía por la escalera del cielo vio bajar un balón, lo recogió y esperó al niño que indefectiblemente viene detrás. De dos en dos baja los escalones el más pequeño de la familia que está llegando. No corras le dice entregándole la pelota. Toca y reparte juego. No des patadas –casi gritas mientras el peque sale a la luz–. Confiamos en ti. Te toca ya.

El pequeño sale del túnel de vestuarios mientras tú te sientas en nuestra Rosaleda especial para ver, con los que llegaron antes, qué tal lo hacen los nuevos.

Ese rompe el empate. Ya somos más malagueños que madrileños dice papá.

Las dos ovaciones se confunden, la que te dieron en el campo y la que le damos nosotros, todos nosotros, a esta Ciudad del Paraíso que nos acogió y a sus habitantes en agradecimiento a todo su cariño demostrado hacia ti.

A seguir jugando.

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