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Desde el año 47 hasta el 58 doce hermanos veranearon junto a sus padres en una finca que cualquier malagueño de la época reconocería. La ... finca se llama Quintana y está en lo alto de Ciudad Jardín, un espacio que fue de los Heredia y un descendiente suyo se la alquilaba en verano al padre de Jorge Alonso, que acompañará estas letras como portavoz de veranos inolvidables. Decía Juan Marsé que la vida de la infancia siempre es maravillosa, aunque se padezcan estrecheces, y así parece serlo para Jorge Alonso, que comienza su relato: «El pasado 24 de julio, hace tan solo unos días, mi hermano Juan (90), Miguel Ángel (70) y yo (76) visitamos Quintana, acompañados para recordar la finca donde veraneábamos los años desde el 47 al 58», explica en declaraciones a este periódico con voz melancólica, y sin todavía desvelarme qué sintió cuanto después de tantos años volvió a aquel lugar con algunos hermanos y sobrinos. Me pide paciencia, y sin gozar de ella, espero que comience por el principio.
«Vivíamos en un piso en calle Sánchez Pastor, y cuando nos daban las vacaciones en San Agustín nos subíamos por las paredes. Éramos doce hermanos, de los que vivimos ocho. Mi padre, visto el panorama, alquilaba Quintana a su entonces propietario, don Enrique Heredia, e Isabel Martos».
Mi mente ya los sitúa en este lugar de niños, y me quedo asombrado cuando descubro cuánto duraba el verano de la época: «Desde el 21 de junio hasta el 4 de octubre, donde empezaban las clases otra vez», bromea Alonso mientras apunta que aquella finca posteriormente fue adquirida por el Ayuntamiento de Málaga, que la destinó a sede de Parques y Jardines, hasta la fecha. Ahora está esperando destino.
Volviendo a la finca, Quintana era un terreno de viñeros. La construyó Eduardo Domingo Quintana, de ahí su nombre, en el siglo XIX. Estilo decimonónico, y constituye un notable ejemplo de arquitectura rural con carácter señorial. «Estaba atravesada, regada y bañada por el acueducto de San Telmo, que le decíamos El Cauce. Allí nos bañábamos», recuerda uno de los tres hermanos que acudió hace una semana a aquel lugar. La hacienda Quintana proviene de un mayorazgo que se dividió en dos a comienzos del XIX y que más tarde, en el año 1851, se dividió en dos mitades. En esta época era un viñedo que pertenecía a Eduardo Domínguez Quintana, que la arrendó.
Mientras me imagino cómo tiene que sentirse Jorge Alonso al pisar la tierra con la que jugó, coqueteo con el recuerdo de mi propia infancia.Vista desde los treinta resulta ya nostálgica, y una sensación de inmensidad me recorre al ponerme en la piel de Alonso.
«Esos veranos. Nuestra vida era una vida muy sencilla, espartana, como se vivía entonces, incluso en gente de clase media. Vivir en el campo, disfrutar al aire libre y convivir mucho con la gente del campo: Manuel Pérez, El Gacela, Paco Infantes. Sin ellos no hubiéramos sabido beber agua, escuchar a los árboles o mirar a las estrellas».
El caserón, pintado de color rojo teja, es de planta cuadrada y se asienta sobre un basamento que corrige el desnivel del terreno. Tiene una fachada principal, que conduce a una terraza con verjas de hierro fundido. Tiene tres cuerpos en su frontal: el dispuesto en el centro, con seis vanos, en dos plantas; y dos a los extremos, que culminan con dos tejados a dos aguas. Tiene unos amplios jardines y un estanque delante de la casa. Avanza la conversación, y empiezo a vislumbrar que Jorge Alonso va a contarme qué pasó por su cabeza al entrar allí. Se nota que le duele, espero con respeto: «De la casa solo quedaba un ciprés y junto a El Cauce un nogal. Lo demás había desaparecido prácticamente todo. La casa, el molino y unos pocos pinos. Cuando visitamos la casa la impresión que tuvimos es que faltan nuestros padres y cuatro hermanos. Fueron recuerdos emotivos, sobre todo mi hermano mayor».
Se detiene durante unos segundos y me cuenta que cuando eran niños siempre se escuchaba el canto de un pájaro que pareció volver a aparecer en las almas de aquellos hermanos. No adivino a entender el nombre de ave que me dice, y cuando lo repite tuve claro que sería el final de este reportaje, que no es otra cosa que un homenaje a aquellos buenos veranos de doce hermanos y dos padres disfrutones: «Es poético quizás, pero oímos el canto de oropéndola cuando nos marchamos de la visita».
«El los momentos de calma, durante la siesta, jugábamos con las bolas de barro y de cristal. Después, las carreras, los saltos, el solitario escondite y el tímido pilla pilla. A veces nos escondíamos en el palomar y nos contábamos secretos entre palomas. Más tarde, nos tumbábamos junto a un tronco hueco de un olivo y escuchábamos la vida». Este es un fragmento de un libro que el propio Jorge Alonso escribió relatando sus memorias en la casa de Quintana con sus hermanos. En él, se ve claramente cómo con tintes de nostalgia recuerda sus primeros años. Parece que cuando echamos la vista atrás, todos los años eran estivales.
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