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A. GARRIDO ESCRITOR
Sábado, 17 de octubre 2015, 00:45
Negarle su cuota de rancia historia rondeña a Cristóbal Aguilar sería como negársela al Puente Viejo o al Nuevo. Cristóbal es desde no sabemos cuándo historia de Ronda, por lo que, en modo alguno, quebramos el propósito primero de esta columna. Pero sí que casi suena a presunción intentar presentar a nuestro hombre a quienes todavía, cosa rara, no lo conozcan. Cuenta él, que cayó rendido de apasionado amor por nuestra ciudad un lejano día en el que, desde su Sevilla natal, posó su mirada en un folleto turístico, contemplando enfervorizado la etérea imagen de un cierro, alígera su forja, túrgido revoltijo de delicada sobriedad, estampando, al enérgico sol de la meridional mañana, su equilibrada sombra sobre la impoluta cal de la fachada de una vivienda sin edad, de las muchas que nuestras calles y plazas, como fieles vigías, planta de muy antiguo su férrea estética en ellas.
Así, de inmediato, tan de repente y diáfano, como los amores legendarios, descubrió Cristóbal su destino, porque no le cupo duda desde ese sonado instante que, para ejercer su recién ganada cátedra de profesor de dibujo no hallaría mejor solar que sobre el que se asentaba la montaraz y escondida Ronda, a la que pronto descubriría abrigada por otros vientos y soles que, en cierto modo, solo eran una continuación de sus tierras hispalenses.
Para entonces, contaba ya con una dilatada biografía como artista y un reconocimiento a sus innegables cualidades dentro del arte de la pintura y unos estudios superiores refrendados con la concesión de una beca nacional en El Paular, centro de trabajo y meditación de intelectuales y artistas, los de la Residencia de Estudiantes entre ellos, y de una formación de altos vuelos como grabador en París.
De su permanencia en tierras castellanas, con la augusta Segovia como centro de actividades, data la incorporación a su pintura de una sobriedad de líneas y de doradas perspectivas románicas, perceptible siempre en cualquiera de sus obras, que se amalgama en una concepción muy suya con otra austeridad: la que ofrece nuestra Serranía, con Ronda, como hito, viva en sus luces y, asimismo, en sus sombras, en los sillares de sus templos y medievales monumentos, al igual que en la heterodoxia de un paisaje que es veraz alfabeto y geometría para los que lo captan en su inefable sentir.
Establecido en Ronda, con María como hondo pilar, su amor de toda la vida, aquí crió a sus hijos y educó en el arte a centenares de alumnos. También aquí aprendió a percatarse de las injusticias de los gobiernos dictatoriales, sufriendo en propia carne la defensa de unas libertades que eran inexistentes. Pero, sobre todo, más que nada, fuimos sus amigos los que aprendimos: aprendimos a cerciorarnos qué clase de bendita persona era; cuánta era su generosidad atendiendo a cualquier petición en que interviniera su destreza para ilustrar libros, folletos, actos culturales, en lo que fuera; cuánto su andalucismo, no patriotero, su amor por la naturaleza, su no parar en un afán de conocimiento, para el que no cabe más que admiración.
Jubilado ahora, su creación ha alcanzado desmesuradas cotas, como las de su arte, en cuadros que son de una luminosidad, cromatismo, originalidad y perfección de trazos, difíciles de superar, que poseen menudas cargas de ese tenue, frágil temblor de belleza que alienta en las auroras. Y es que, de presente, Cristóbal, más que perseguir amaneceres, los desafía para llegar antes que ellos a una hondonada, a un recodo, a un prado, a un collado, a un árbol en estado de gracia, al escenario rondeño, serrano, que con sus pinceles quiere eternizar; de forma que, cuando muy poco a poco, con andares de caracol, silente y acariciador florece el día, allí lleva siglos él, con sus bártulos muy en situación, sentado casi hierático en su escabel, con su gorra de campesino de antaño, firme su caballete, apresando sueños casi intangibles, dueño y señor de la mañana.
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