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MIGUEL LORENCI
Jueves, 13 de abril 2017, 00:05
Madrid. El mismo día en que le propusieron dirigir la filarmónica de Viena Ataúlfo Argenta tenía cita con la muerte. Con 44 años, la parca agarró a traición a este genio de la batuta. Fue en la gélida madrugada del 21 de enero de 1958. Tan apasionado por la música como por las mujeres, tenía una secreta cita amorosa con una joven en su casa de Los Molinos, al norte de Madrid. Mientras la chimenea caldeaba el salón, hizo de su coche un improvisado nido amoroso. Quiso templar el habitáculo del vehículo poniendo en marcha el motor dentro del garaje. Fue su sentencia de muerte. El monóxido de carbono fue letal para sus maltrechos pulmones. La joven salvó la vida de milagro.
Algunos estaban en el secreto y conocían las circunstancias de su muerte que desvela Ataúlfo Argenta. Música interrumpida (Galaxia Gutenberg). Una biografía de Ana Arambarri que incluye el testimonio de Sylvie Mercier, la única persona presente en aquella funesta velada. «Creo que contarlo ha sido liberador para ella. Sufrió un trauma terrible y dejó la música», explica Arambarri. Lamenta que las circunstancias «se utilizaran para fabricar una leyenda negra sobre Argenta a base de rumores y cuchicheos».
Heredera del imperio licorero Cointreau, pianista en ciernes y alumna de Argenta, aquella joven francesa de 23 años se había citado con su maestro y «primer amor». Lo que debía ser el dulce deleite amoroso acabó en tragedia causada por el ronroneo del motor de un imponente Austin A-90 SIX de color azul. La Guardia Civil la retuvo ocho días hasta esclarecer que no se trató de un suicidio. «No he dejado de pensar en ello ni un solo día de mi vida», explica Mercier.
Los detalles están en un expediente judicial que Arambarri consultó en su día gracias a la juez Manuela Carmena, entonces magistrada en El Escorial y hoy alcaldesa de Madrid. Unos papeles que jamás volvió a ver, ya que sobre el cartapacio se impuso el mismo secretismo que ha pesado durante casi seis décadas sobre la muerte del director.
Carismático y envidiado
Nacido en la villa cántabra de Castro Urdiales el 19 de noviembre de 1913 en una familia muy humilde, Argenta era titular de la Orquesta Nacional. Una estrella rutilante y sin límites en la galaxia de la música clásica. Un ser «carismático y envidiado por genios de la batuta como Herbert von Karajan y Sergiu Celibidache», dice Arambarri. Había dirigido 40 orquestas fuera de España, dio 720 conciertos, y manejaba un repertorio de unas 600 obras. Pero lo mejor estaba por llegar. «Al día siguiente de su muerte debía firmar el contrato que le habría convertido en el director mejor pagado del mundo», explica su biógrafa.
Casado con Juanita Pallarés y padre cinco hijos, pagó una elevada factura por no subirse al tren del imperante nacionalcatolismo. Entonces movía los hilos del cotarro musical el cura Federico Sopeña, falangista ilustrado, musicólogo y alto funcionario del régimen que no perdonaba ni los devaneos amorosos ni las simpatías republicanas de Argenta. Que defendiera, por ejemplo, el talento del compositor Salvador Bacarisse, simpatizante del Partido Comunista, y no adulara protegidos de Sopeña, como el maestro Joaquín Rodrigo.
«No se lo perdonaron ciertos personajillos que se portaron muy mal durante su vida y peor tras su muerte», lamenta Arambarri. «Aprovecharon las circunstancias de su fallecimiento para crear una leyenda negra en torno a Argemta, para ensuciar su memoria y que no se hablara de otra cosa. Favorecieron un chismorreo vergonzante para ocultar la realidad quienes antes pidieron su cese por no ser franquista», agrega la biógrafa.
Muy próxima a la familia, Arambarri es la única persona con acceso a los archivos familiares y a la correspondencia de Argenta con su esposa. Más de 150 misivas que desvelan la honda admiración que Pallarés sentía hacia su marido y cómo toleró su aventuras extramatrimoniales.
Murió Argenta en la cúspide de su talento. «Apasionado e independiente, construyó su carrera sin ayuda y sin regalos de nadie. Desde la Orquesta Nacional se proyectó en Europa. Fue el primero que sacó a la formación en un tiempo terrible. Invitado por todas las grandes orquestas, en menos de diez años se situó entre las cinco primeras batutas», apunta la biógrafa.
«Su muerte quizá alegró a sus muchos enemigos, que pusieron a su esposa en su punto de mira que la negaron durante 13 años la pensión de viudedad», dice la autora. No duda que Argenta se hubiera marchado y triunfado fuera de España, «donde se valoraba su talento, cuando aquí todo fueron zancadillas y maledicencia», concluye.
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