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José Antonio Garriga Vela
Sábado, 9 de enero 2016, 00:45
Lo he planeado otras veces: volver atrás en el tiempo hasta llegar al origen y transformarme en el recién nacido que no sabe nada, absolutamente nada. La ignorancia es una joya. No me refiero al ignorante que no tiene curiosidad sino al que llega al mundo y empieza a conocerlo con mirada inocente. La aventura de ir bautizando las cosas sin nombre, las capitales del mapa mudo, el vacío que nos envuelve. En cierta ocasión intenté partir de cero pero sólo conseguí mantener el olvido durante un mes, al cabo del cual recuperé la memoria. Durante ese breve periodo de tiempo fui un hombre feliz en tierra de nadie.
El día de Reyes de hace un par de años me regalaron un mapamundi en el que era preciso rascar las ciudades, los mares y los países, para descubrir sus nombres. Lo colgué en la pared del pasillo y desde entonces despejo la identidad de los lugares que voy conociendo. Al regresar del viaje, froto con la uña el pequeño espacio del mapa que acabo de visitar y aparecen los nombres de las ciudades, los ríos, las cordilleras. Luego observo los territorios que me quedan por conocer y proyecto nuevas travesías, aunque he de confesar que ya no tengo la ilusión de antaño. Desvelar las incógnitas del mapa mudo es una de las pocas curiosidades que mantengo desde la niñez. Sin embargo, al viajar también se descubren otras realidades que no son tan atractivas: la pobreza, la cruel ignorancia, el dolor.
El pasado día 6 de enero, me regalaron un nuevo mapamundi similar al anterior, aunque con la silueta de los dos hemisferios pintados de color dorado. Al verlos, me entraron ganas de borrarlos del mapa; como si ya no me quedara ni un rincón del mundo por descubrir. Tuve la sensación de que la corriente amarilla del oro arrasaba con todo lo que encontraba a su paso, incluso el territorio de la imaginación. Me pregunté qué descubriría si rascase en los rostros que aparecen en las monedas y los billetes de los diferentes países. Lo que la mentira esconde. No me agradó lo que vi.
Me gusta volver atrás en el tiempo y visitar los lugares de la imaginación. No subir en aviones, ni trenes, ni coches. No atravesar fronteras. Simplemente soñar con los paraísos de la infancia que no aparecen en los mapas: el país de las maravillas, el mundo de Oz, los viajes de Gulliver. Los destinos asombrosos que permanecen grabados en la memoria. Al volver de esos viajes fantásticos, rasco la superficie del mapa que acabo de visitar y escucho la queja muda de los habitantes de la ficción. No hay colores, me dicen, ni aventuras. Sólo la fiebre del oro... Los paraísos perdidos.
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