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Carlos Benito
Miércoles, 5 de septiembre 2012, 20:31
Afalta de libros de historia sobre el futuro, habrá que conformarse con lo que nos cuentan tebeos y dibujos, pero el caso es que Doraemon vendrá al mundo el 3 de septiembre de 2112, dentro de un siglo exacto. Al gato robótico, cabezón como un bulbo de bombilla y con la sonrisa más amplia aún que la cintura, lo fabrican ese preciso día en la fábrica Matsushiba, en Japón, aunque lo que sale de la cadena de producción no se parece mucho al personaje que todos hemos visto alguna vez: Doraemon nace de color amarillo y con un buen par de orejas, pero un ratón (también robótico, cómo no) se las come a mordiscos y nuestro protagonista cae en una honda depresión que le hace mudar de color. Ya se ve ahí que, para estar hecho de piezas y circuitos, el bueno de Doraemon es la mar de sentidito.
Lo que sí figura en los libros es que la primera historieta de Doraemon se publicó en 1969, creada por dos autores de cómic que empleaban el pseudónimo conjunto de Fujiko F. Fujio, y su debut como dibujo animado se emitió en 1973. Quizá sean fechas menos imponentes que la del siglo XXII, pero dan una idea del éxito mayúsculo obtenido por este personaje, capaz de unir ante el televisor a generaciones tan distantes y tan distintas. Doraemon, a quien en español se le colgó el sobrenombre un poco absurdo de el gato cósmico, ha acabado convertido en uno de los símbolos más reconocibles de su país y en un icono pop que asoma su jovial cabezota por todos los rincones del planeta. Es uno de esos personajes a los que un coleccionista puede consagrar la vida entera, con dos mil episodios de dibujos, varios largometrajes y decenas de videojuegos, además de un inabarcable merchandising que incluye rarezas como coches de juguete de 8.000 euros o delirantes guitarras eléctricas.
El gorrocóptero
Quizá la clave de su fama y su permanencia sea que, en el fondo, recupera un tema clásico de la literatura y el cine: la alianza entre inadaptados. Doraemon es un producto defectuoso que lo hizo fatal en la escuela de robots, así que lo compró una familia con pocos recursos para que trabajase de niñera. Finalmente, lo enviaron al siglo XX para que intentase llevar por el buen camino a un antepasado, Nobita Nobi, origen de la desgracia de su estirpe. Nobita es un desastre de niño, un compendio de defectos, un zascandil que unas veces conmueve y otras indigna: holgazán, mezquino, envidioso, cobarde, torpe, llorón... Y Doraemon es un robot demasiado humano, que se impacienta a menudo con su protegido y alberga sentimientos tan poco maquinales como el amor (por una coqueta gatita de la vecindad), el odio (por los ratones) o la gula (se pierde por los dorayakis, un dulce típico japonés). Juntos intentarán enderezar la vida de Nobita gracias a los aparatos que el gato saca del bolsillo mágico de su barriga, una sucesión de fantásticos gadgets del siglo XXII entre los que destaca por su sencillez y utilidad el gorrocóptero, la diminuta hélice que se coloca en la cabeza y permite volar.
«Lo que explica su permanencia es la audiencia japonesa, pero aquí también está funcionando muy bien. Los guiones son bastante buenos y tienen muchísima imaginación y los niños protagonistas se muestran reales en su comportamiento: hacen gamberradas, actúan con egoísmo o se pelean de verdad, no son nada prefabricados. Yo descubrí Doraemon porque lo miraba mi hijo y me sorprendió. Los largometrajes, especialmente, son muy buenos, llenos de referencias sorprendentes: Godzilla, Simbad, monstruos clásicos, Parque jurásico, cuentos populares...», analiza Daniel Fernández, divulgador especializado en cultura popular y responsable de El Blog Ausente. En España, la emisión de la serie a través del canal Boing ha dado una relevancia sin precedentes al personaje: «Está siendo un boom, nunca antes se había programado en abierto en una cadena nacional. También se sigue emitiendo en las autonómicas de Galicia, Cataluña y Euskadi, pero por ejemplo en ETB nos dicen que, lejos de perjudicarles, están experimentando un auge nuevo», explica Vincent Sourdeau, director de contenidos de Boing, que achaca la popularidad de la serie a tres factores: «La mezcla de lo cotidiano y la fantasía, que la convierte en algo familiar y extraordinario a la vez; el diseño de los personajes, no solo gráfico sino también como creación de caracteres reconocibles; y, finalmente, la relación entre Doraemon y Nobita, similar a una buddy movie. Hablamos de un clásico que se sigue produciendo, se renueva y no envejece».
Con el ministro
Doraemon se ha vuelto casi omnipresente en su país. Viene a servir como alternativa campechana a su congénere y compatriota Hello Kitty, ese ser de belleza distante, tan imperturbable que ni siquiera se le ve la boca. El gato azul cuenta con su propio museo en la ciudad de Kawasaki y en 2008 fue nombrado primer embajador animado de Japón, con el correspondiente posado solemne junto al ministro de Asuntos Exteriores, aunque quizá la vertiente más asombrosa de su popularidad sean los anuncios de Toyota donde el actor francés Jean Reno interpreta a un grotesco Doraemon, ataviado con un cascabel al cuello y con una especie de solideo azul en la cabeza. Los personajes de la serie se utilizan a menudo como referencia para describir la conducta y la apariencia de las figuras públicas: al actual portavoz del Gobierno, Osamu Fujimura, le apodan directamente Doraemon, por sus facciones redondeadas y su carácter afable.
Para conmemorar el retrocentenario, el Ayuntamiento de Kawasaki va a conceder a Doraemon un certificado oficial de residencia y saldrá a la venta una edición limitada de vaqueros, con la inconfundible figura del gato asomando desde uno de los bolsillos, pero la palma en las celebraciones se la lleva Hong Kong, donde se han instalado cien figuras de Doraemon y se ha organizado una exposición basada en su colección de aparatos, reinventados por creadores de distintos rincones del mundo. La ocasión parece inmejorable para desmentir, de una vez por todas, la leyenda urbana que pesa desde hace tiempo sobre la serie: miles y miles de personas están convencidas de que hay un decepcionante episodio final en el que, al estilo de Los Serrano, se comprueba que toda la historia ha sido soñada por un Nobita enfermo. Ese capítulo no existe, ni tampoco coincide con ninguna de las tramas ideadas por los autores para rematar la versión en tebeo. Aunque, con estos asuntos, nunca se sabe: a lo mejor todos esos que juran y perjuran haberlo visto acaban de regresar de un viaje al futuro.
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