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JUAN BONILLA
Domingo, 3 de enero 2010, 02:31
Se murió Iván Zulueta, el raro mayor de nuestro cine, tan necesitado entre otras muchas cosas, de raros, tan sobrado de caraduras e impostores. Lo entrevisté hace años para la revista Ajoblanco en la que yo trabajaba: Zulueta apenas concedía entrevistas, pero como éramos una revista underground, con ínfulas, eso sí, de gran publicación necesaria, nos la concedió. Así que me encajé en San Sebastián, ciudad a la que después, cosas del periodismo, tuve que acudir una y otra vez porque durante una época a alguien de la redacción en la que trabajaba le dio por considerarme el redactor ideal para presentar a los lectores los entierros de las víctimas del terrorismo. Pero esa es otra historia que será contada en otra ocasión.
La casa de Zulueta, en la parte alta de la ciudad, era ya ella sola un personaje que merecía una entrevista aparte, si es que se puede entrevistar a una casa, logro que supongo al alcance sólo de Juan José Millás. Su fachada era invisible: estaba tapada por una abundante yedra -digo yo que sería yedra, aunque puede que no- que trepaba hasta la terraza y no iba más arriba por pura pereza. Y en las muchas habitaciones de su interior, donde el cineasta vivía con su señora madre, a la que no vi en ningún momento pero oí en varios, se sucedían los pecios de distintas colecciones imposibles: de carteles, de cachivaches, de muebles viejos, de botellas dejadas en cualquier lugar. Parecía todo el ámbito un set donde se estuviera rodando la vida de un hombre importante dejado de la mano de Dios o cogido por la del diablo, que tramaba sus recuerdos lentos mientras afuera el mundo seguía a lo suyo. Y algo de eso había, aunque no hubiera ninguna cámara grabando. Pensé que Zulueta había sido tragado por la propia, impresionante historia de su gran obra, Arrebato, y sin que él lo supiera, o sabiéndolo pero sin decirlo, vivía como si le estuviesen rodando, una película que sólo se proyectaba en la pantalla de su mente.
Me pareció un tipo simpático. Un raro exquisito, que salía a la calle en batín de seda, y fumaba sin parar en alguno de los balcones -interiores- de la casa, o se salía al descuidado jardín para comprobar que en efecto el tiempo se había detenido aunque el mundo no se hubiese enterado. Creo que cuando anduvo por Málaga en el festival de cine hizo también alguna espectacular aparición con su batín, y dio mucho que hablar, a pesar de que él hablaba poco. Había decidido que el mundo no era más que una extensión de su hermosísima casa donostiarra, y por lo tanto se paseaba por él como se paseaba por las habitaciones desordenadas de esa casa.
Zulueta es raro por unas cuantas razones. La primera, desde luego, por haber realizado una película mítica, de esas que cuando se estrenan nadie dice que sea una película grandiosa sino más bien una curiosidad, y cuando pasa el tiempo empieza a elevarse hasta alcanzar ese peldaño del que ya nadie la va a bajar nunca. Es una película, como saben, metapoética, una reflexión alucinante acerca de lo que es el cine -o lo que es cualquier pasión que nos vampirice y nos borre- para quienes lo viven como si fuera la más alta y genuina expresión de la vida. La segunda de las razones por las que Zulueta es un raro es, sin duda, su pasión por borrarse, expresada de alguna manera en su película. Entre nosotros, donde es tan importante figurar para que no se olviden de ti, acudir al olvido como espléndida estrategia para ser constantemente recordado no deja de ser un juego malabar milagroso. Era natural que le preguntase aquella tarde en su casa por qué razón había abandonado los trastos, y como un Salinger del norte, se limitó a reírse y a decir: quién habrá sido el listo que ha difundido esa calumnia. Es decir, jugaba con la posibilidad de hacer otra cosa, de no parar de hacer cosas, de no hacer, en realidad, otra cosa que cine, a todas horas. No, no es que estuviese viviendo en las entrañas de su propia película, sino la demostración de que su película había nacido de sus entrañas, que sólo había expresado poderosamente en ella esa pasión descuartizadora que seguía adelante a pesar de que la película ya estuviese acabada y fuera celebrada por todos como obra maestra.
Como sustituto de ese cine imposible Zulueta, habitante de la época más desfasada del siglo XX, utilizaba las drogas. Pero esas películas nos están vedadas, naturalmente: como cualquier consumidor, las proyectaba sólo para sí mismo, y luego era incapaz, porque la expresión verbal de sus experiencias no era lo suyo, de compartirlas. No es difícil intuir que las disfrutó como pocos, y ese disfrute hay que pagarlo, porque por mucho que seamos imaginación y memoria también somos biología.
Zulueta era además un dibujante admirable. Debo tener en alguna parte un dibujo que me regaló en aquella tarde de hace ya demasiados años -14 años ya, glups-. Una tarde en la que, por si no lo sabía, me quedó claro que Zulueta era un privilegiado por muchas cosas, pero principalmente por esta, tan admirable: podía hacer lo que le diera la gana, sin justificarse ante nadie, sin pedir excusas, sin pedir permiso. Y la verdad, ahora que ha pasado el tiempo, ese haber llevado la vida que le dio la gana, me resulta mucho más envidiable que el hecho de haber realizado una de nuestras películas más míticas. Pues si es verdad que el tiempo no borrará su nombre de la historia de nuestro cine, la muerte sí que se ha llevado esa otra gran película que sólo se proyectaba en la pantalla de su mente, y esa actitud suya de ser el dueño, el único dueño, el dueño absoluto del mundo, que no era más que una extensión de su preciosa casa de San Sebastián.
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