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VIVIR

Aprender a pedir ayuda

Una llamada a la colaboración no es necesariamente signo de debilidad, Puede indicar decisión, determinación y fortaleza

JOSÉ MARÍA ROMERA MARTÍN OLMOS

Domingo, 23 de noviembre 2008, 04:20

Con motivo de la reciente celebración del 'Día de la Escucha', los portavoces del Teléfono de la Esperanza han explicado que la principal dificultad de su tarea no suele provenir de los que llaman pidiendo ayuda, sino de quienes no se atreven a pedirla. Pedir ya es dar un paso. Pero sólo lo da una pequeña porción de las personas verdaderamente necesitadas. El resto rumia sus problemas en soledad y se deja llevar por la desesperación sin abrir la boca o incluso sin exteriorizar nada que pueda hacer sospechar que lo está pasando mal.

Pero ¿acaso no nos vienen repitiendo los sociólogos que nuestra época adolece de un exceso de victimismo? ¿No estábamos en esa «cultura de la queja» que diagnosticó Robert Hugues, un cosmos donde todos se consideran acreedores de derechos y no responsables de tomar decisiones por sí solos? A nuestro alrededor proliferan los gorrones y los parásitos, los aprovechados que sólo saben pedir sin estar dispuestos a dar. Esa es al menos la experiencia más común en nuestros días. ¿Cómo, entonces, creer que en una sociedad tan egoísta y a la vez tan paternalista y reivindicativa haya quienes se retraen a la hora de solicitar ayuda a los demás?

La respuesta es que pedir no resulta sencillo. Lo saben bien esos ancianos a quienes sus familiares no prestan las debidas atenciones como si por el hecho de haber alcanzado cierta edad ya estuvieran condenados al estado vegetativo. O las mujeres que soportan resignadamente los golpes físicos o morales de sus maltratadores, temiendo que si buscan apoyo en alguien se desmoronará el supuesto equilibrio familiar que creen mantener. O los caídos en el pozo de la ansiedad o la depresión, muy a menudo agravadas por el miedo al estigma, que rumian su pena en un silencio entre abatido y vergonzante. Al lado de quienes se guían por la pragmática consigna de «quien no llora, no mama» están muchos otros sometidos a una especie de 'omertà' interior, los partidarios del mandamiento opuesto: «sufrir y callar».

Y es que, pese a las apariencias contrarias, corren tiempos de incomunicación y desamparo. El egocéntrico prefijo 'auto' que precede a tantas prácticas modernas -desde la compra en el autoservicio hasta la búsqueda de remedios en las publicaciones de autoayuda- no exalta tanto la independencia de los sujetos como su abandono a una intemperie donde deben resolver los problemas por sus propios medios. ¿Cómo no temer que tras el «sírvase usted mismo» psicológico prometido por tanto libro de autoayuda no se esté escondiendo en realidad un «arrégleselas usted mismo», una exhortación a no molestar a nadie con nuestros lamentos y jeremiadas?

Vistas así las cosas, se comprende la resistencia a pedir socorro. No merece la pena hacerlo si estamos seguros de recibir un no por respuesta, pues al dolor de la necesidad o del conflicto padecido se agrega entonces el amargo vacío de la incomprensión. En determinadas circunstancias acaba siendo preferible convivir con el problema antes que confesárselo a otros poco dispuestos a echarnos una mano, y que además pueden hacer un uso indebido de la información que les damos. Tanto da que se trate de una mala racha económica como de una etapa de melancolía profunda. Son cosas tan íntimas que sólo pueden salir afuera con la garantía del secreto, y para compartir un secreto es precisa la confianza absoluta en aquellos en quienes lo depositamos.

Pero la razón principal para no pedir ayuda tiene que ver con pasiones tan estériles como son el orgullo y la vergüenza. Recientemente, con motivo de la crisis económica que empieza a perturbar las vidas de tantas personas antes acomodadas, han salido a la luz casos de individuos que recuerdan al personaje del escudero en el Lazarillo de Tormes: aquel hidalgo que aseguraba haber comido aunque estuviera en ayunas, sólo por ocultar su condición menesterosa y no verse en la indignidad de pedir un mendrugo a su criado. Entrenados para aparentar iniciativa, autonomía y capacidad en la gestión de situaciones difíciles, les cuesta reconocer que las circunstancias han podido con ellos. Se ven arrollados y lanzados a la cuneta, pero en vez de pedir auxilio a los que pasan se esconden de su vista.

Ocurre especialmente en el caso de los hombres. Según datos del Teléfono de la Esperanza relativos al año 2006, el 74% de las llamadas recibidas fueron efectuadas por mujeres. Los hombres se resisten a solicitar ayuda porque llevan más marcado el prejuicio de parecer débiles.

Y sin embargo una petición de ayuda no es necesariamente signo de debilidad. Puede indicar decisión, determinación y fortaleza. Igual que en el ámbito emprendedor tienen más garantías de éxito quienes plantean las tareas con fórmulas cooperativas, en la vida personal hay que saber cuándo una petición de ayuda denota inteligencia y coraje para resolver un problema. En los ambientes extremadamente competitivos donde se mueven muchas personas, parece que quien pide ayuda baja la guardia, deja al descubierto su flanco vulnerable, se pone a sí mismo en evidencia.

Mejor pedir ayuda

Al final resulta que salen mejor parados quienes no tienen tantos remilgos. Y es que los hechos demuestran una realidad esperanzadora: así como a la gente le cuesta pedir ayuda, hay mucha más gente de lo que se cree dispuesta a hacer favores, tanto en lo pequeño como en lo grande. Quizá se deba a motivos poco altruistas como el que sugiere Paulo Coelho: «Las personas siempre tienden a querer ayudar a los demás, solamente por sentirse mejores de lo que son en realidad». Poco importa. El caso es que alrededor de nosotros hay manos tendidas, y a veces todo es tan simple como alargar la mano propia para agarrarse a ellas.

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