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ANTONIO PAPELL
Miércoles, 7 de noviembre 2007, 03:02
HASTA la llegada al poder del Partido Popular en 1996, la estructura del Estado, el diseño del modelo autonómico, no estuvo verdaderamente en el debate político. En efecto, en julio de 1981, Leopoldo Calvo-Sotelo, presidente del Gobierno, y Felipe González, líder de la oposición, suscribieron los primeros pactos autonómicos que fueron actualizados en 1992 por el entonces presidente, Felipe González, y el líder de la oposición, José María Aznar, que cerraron el mapa de las diecisiete autonomías con las mismas instituciones pero con distintas competencias y dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla. Finalmente, fruto de estos acuerdos, los mismos actores dieron por cerrado en 1995 el Estado autonómico a nuevas remodelaciones o ampliaciones. La mala relación entre los dos grandes partidos y sus respectivos líderes no fue impedimento para dichos acuerdos de Estado.
El nacionalismo rampante es un actor caracterizado del presente: desde hace semanas, está en pleno recorrido una campaña tendente a que la bandera española ondee en todas las sedes de las instituciones oficiales, ayuntamientos incluidos. Y 29 años después de promulgada la Constitución, hemos caído en la cuenta de que nuestro himno no tiene letra, y hemos organizado un desaforado concurso para proporcionársela.
Y, como cabía esperar, la gran disputa por acreditar los fervores patrióticos ha llegado asimismo a los prolegómenos de la campaña electoral: aunque no sería justo reducir la visita del jefe del Estado a Ceuta y Melilla a una dimensión meramente oportunista, es claro que este gesto regio tiene una inevitable lectura de política interna: el Partido Socialista se ha buscado su 'Perejil patriótico' para competir con su principal antagonista en el terreno del españolismo flamígero en las plazas africanas. Quienes creemos sinceramente en el 'patriotismo constitucional' y desconfiamos por tanto de otras vehemencias patrióticas irracionales y sentimentales, vemos el espectáculo de unas colectividades enardecidas por los símbolos -españoles a un lado, marroquíes al otro- con inevitable desazón.
Cualquier observador verá sin embargo que el colorista alarde de enseñas y banderas es minoritario en este país y tiene un predicamento cuantitativa y cualitativamente muy limitado. Predominan sin duda en las muchedumbres las convicciones intelectuales sobre las creencias pasionales, como corresponde a una democracia adulta. Por lo que sería muy deseable que se recuperaran los consensos básicos sobre el ser y el estar de España, lo que permitiría excluir del proceso político todos estos acaloramientos que nos retrotraen a un pasado de sangre y fuego que está muy lejos del frío y sereno presente en que predominan otros conceptos: laboriosidad, tolerancia, respeto y sentido común.
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