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ROSARIO PÉREZ
Jueves, 30 de agosto 2007, 10:41
Sangre de héroe regó la arena de Linares. Cáliz sagrado de José Tomás, del dios del toreo, que así lo bautizaron nada más arrancar el paseíllo. Sesenta años después, la tragedia merodeó de nuevo en esta tierra. No estaba herrado con la divisa de Miura, sino con la de Núñez del Cuvillo, pero el toro recordó en su comportamiento a 'Islero' desde que apareció por chiqueros y presentó sus credenciales: mansedumbre y genio.
José Tomás lo saludó con verónicas de difícil ejecución por esa condición mansa. Se echó luego el capote a la espalda y se hizo el silencio. Una gaonera, dos, tres, cuatro, cuatro secuencias de película de terror. Parecía un milagro que el toro no se lo llevara por delante. Faltaba el oxígeno. Aquello causó verdadero pánico. Conmovida, la plaza tragó saliva y tronaron las palmas.
Si la emoción y el miedo conectaron directamente con el corazón de los tendidos con la capa, la faena de muleta -que brindó a Joaquín Sabina- imantó los ojos de los diez mil espectadores, incrédulos ante tanta verdad. Una voz irrumpió entonces: «¿Eres el número uno!». Y el de Galapagar correspondió con cinco estatuarios, el mejor homenaje a Manolete.
Aquella enhiesta verticalidad, con su figura juncal, encogió las almas. Bajó los sones del pasodoble 'Camino de Rosas' -que luego se colmó de espinas-, tomó la derecha y arrancó una meritoria serie: el toro se despedía con la carita alta, pero el torero ni se inmutaba. Otra más del mismo tono. El rostro del gentío era un poema de tanto ¿ay! En la tercera ronda esculpió dos derechazos largos, profundos como el mar de su vestido.
Cambió a la zurda y la carga emocional se disparó aún más: el pitón rozaba la hombrera y los hilos dorados de su terno azul volaban, directos tal vez hacia el cielo. Allí un espectador de lujo le hizo un quite providencial cuando se plantó de nuevo sobre la diestra. Al segundo muletazo, el toro le pegó una certera cornada y lo elevó a los cielos. Se temía lo peor. Una amalgama de recuerdos irrumpieron en la mente de los viejos aficionados. Otra vez la leyenda cobró más fuerza. Pero Manolete, en agradecimiento a su seguidor primero, debió de actuar de ángel de la guarda. La imagen fue espeluznante y la sangre no tardó en brotar y teñir de grana el vestido.
«¿Dejadme solo!»
Cuadrillas y compañeros se apresuraron a socorrerlo y llevarlo a la enfermería. Y el Monstruo de Galapagar espetó un «¿dejadme solo!». Apenas podía andar y por el torniquete que le habían colocado con un corbatín cada vez manaba un líquido más oscuro. Pero José Tomás se había propuesto matar el toro, y lo consiguió. A paso lento y con acentuada cojera se dirigió a los terrenos del '2', allá donde 'Islero' inmortalizó a Manuel Rodríguez.
De nuevo la sombra del mito se hacía presente. El coso se dividió. Unos pedían que se retirase a la enfermería; otros querían que rematase la obra en el sitio elegido. Un pinchazo precedió a una estocada y, también, hubo de recurrir al verduguillo. No importó. La plaza, rota de pasión, de miedo, de emoción y añoranzas, se volcó y el graderío se transformó en una nube blanca. Tampoco permitió ahora José Tomás que lo llevasen en volandas al hule. Por su propio pie, cruzó el ruedo mientras todos coreaban al unísono: «¿Torero, torero!». Le otorgaron las dos orejas, paseadas por sus subalternos entre atronadoras ovaciones.Desde la enfermería llegaron luego noticias tranquilizadoras, pese a la gravedad de la cornada.
Emoción de principio a fin
La corrida pareció hacer agua cuando José Tomás tuvo que abandonar el redondel. Al finalizar el paseíllo los espectadores lo obligaron a saludar: las palmas bramaban con una fuerza inenarrable. Emoción de principio a fin.
Sus compañeros de cartel tal vez extrapolaran la frase que Ortega sentenció en alusión a Manolete: «Cuando los demás están toreando, el público está más pendiente de él que de lo que pasa en el ruedo». Y eso fue lo que ocurrió. Así las cosas, Juan Serrano derramó por momentos las gotas de calidad del mejor Fino. Y Curro Díaz protagonizó una faena bellísima, con muletazos de mucho arte, frente al excelente quinto, el mejor de la corrida de Núñez del Cuvillo. Se marchó a hombros entre las luces y las sombras de la Fiesta.
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