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ISABEL NARANJO
Sábado, 8 de marzo 2014, 10:03
Cruzar la calle aunque esté el disco en rojo; saltarse un semáforo al volante; tirar colillas al suelo -o en el peor de los casos por la ventanilla del automóvil con el riesgo que acarrea-; hacer como que se te cae un papel mientras caminas; mirar para otro lado cuando tu animal de compañía hace sus necesidades en plena vía pública; o, hablar por teléfono a voces en el vagón del tren, como si tu interlocutor, a 500 kilómetros, te escuchara sin necesidad de utilizar el celular. son sólo algunos de los actos incívicos que practicamos, quien más quien menos, a diario.
Y luego nos quejamos abiertamente de que el contenedor rebosa de basura y la ciudad está rematadamente sucia; o de que el espejo del ascensor no está lo suficientemente limpio; o de que alguien ha rebasado la línea que delimita la plaza del aparcamiento público en el que queremos estacionar el automóvil abortando tu propósito de encajar las cuatro ruedas en el lado contiguo, o de que el comensal de la mesa de al lado se queda de brazos cruzados mientras sus hijos gritan y lloran incesantemente. Hagamos, por una vez, examen sincero de conciencia y analicemos cuántos 'preceptos' de las normas básicas de convivencia sorteamos e ignoramos sin remordimiento alguno.
Así las cosas, cabe preguntarse ¿tan difícil es desarrollar conductas 'saludables'? A veces, muchas veces, no suponen esfuerzo extra alguno. Además, de lo contrario, estamos contribuyendo sin ningún género de duda a establecer modelos de comportamiento que no conducen sino a establecer y aceptar como válidas pautas a priori incorrectas. Ya se sabe que la observación y la repetición de las mismas conduce a esa generalidad que da por bueno algo que dista mucho de aproximarse siquiera a lo medianamente aceptable.
Por eso, se antoja cuando menos paradójico que analicemos, fiscalicemos y critiquemos con gran ligereza cualquier comportamiento incorrecto del prójimo cuando no es más que el fiel reflejo de lo que somos nosotros mismos.
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