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:: I. JÁUREGUI
CUADERNOS DEL PASEANTE INVISIBLE

Cuestión de carácter (Ámsterdam / Holanda)

En Ámsterdam se ve el tipo de gente que uno quisiera tener por vecinos

IGNACIO JÁUREGUI flaneurinvisible.blogspot.com.es

Viernes, 27 de septiembre 2013, 03:32

Los canales de Ámsterdam siguen una rara traza de polígonos concéntricos que, de algún modo, consigue conjugar las virtudes de la curva y la recta. Uno puede acodarse en la barandilla de un puente cualquiera y dejar resbalar la vista por el reflejo turbio y temblón de la fila de casas hasta el siguiente quiebro. La ciudad se reconoce así tramo a tramo, acotada en una serie continua de salones de los que sólo cambia, en el fondo, el ángulo con que les llega la luz. En la barandilla hay atadas, invariablemente, decenas de bicicletas, todas negras e iguales, cada una tímidamente tuneada con cestos de madera, flores de plástico o pegatinas japonesas; barcas anchas y pesadas se adosan al cantil con la actitud de quien considera la navegación una opción remota y descabellada; una hilera de olmos filtra la luz y desdibuja el alzado continuo e uniforme.

Las casas, como las bicicletas, responden a un modelo único que se adorna con variaciones artesanales: el ladrillo se mueve entre el pardo y el rojizo, la cornisa no es exactamente corrida pero mantiene una altura; los gabletes recorren, a base de combinar una serie limitada de elementos, un repertorio al parecer inagotable. El plano de 1610 fijó en seis metros el ancho de las parcelas: es este módulo el que, prolongando de fachada en fachada la serie ordenada de huecos enmarcados en blanco, consigue la impresión de homogeneidad espontánea o variedad controlada que hace único a este paisaje.

En estos escenarios sucesivos ocurre una vida urbana que al viajero le parece notablemente armoniosa y contenta. La gente que se ve -y se ve mucha- en las terrazas de los bares, en barcas fletadas para tomar copas, en las cubiertas de las casas barco o asomada de tertulia a los balcones es, con bastante aproximación, el tipo de gente que uno quisiera tener de vecinos. Ciudadanos agradables, civilizados, hedonistas, de una sociabilidad amable pero no expansiva, atentos a pasarlo bien sin molestar ni interesarse por lo que hace el de al lado. Naturalmente no hay que descartar fondos ocultos de avaricia, brutalidad o gentucismo, pero de eso hay en todas partes y, a fin de cuentas, uno con lo que tiene que tratar es con la superficie.

Si se sale uno del centro encontrará, por todas partes, desarrollos armoniosos de bloques dispersos entre el verde como si los hubiera dejado caer, con un giro exacto de muñeca, uno de esos jugadores de dados que siempre sacan un siete. La edificación asomará entre árboles de buen porte y se dejará atravesar sin resistencias por senderos peatonales y carriles para la bicicleta. Los centros comerciales, los grandes edificios de oficinas, la logística de un intensísimo transporte de mercancías están también, pero no se hacen presentes con la agresividad habitual: se les ha dado su lugar en un reparto razonable de espacios. Se deja adivinar detrás de todo una inteligencia activa, poderosa e impersonal que pone un especial empeño en borrar sus huellas.

En el antiguo puerto puede calibrarse la continuidad histórica de esta ciudad donde hasta el mismo suelo que se pisa es obra de una voluntad empeñada y constante. La retirada del tráfico de mercancías estuario arriba ha dejado un terreno libre de extraordinario valor. La ciudad, sin pestañear, lo ha ido ocupando con la misma naturalidad que el resto del territorio. Hay sitio para todo: arquitectura pinturera de autor, vivienda pública digna y solvente, espacios ciudadanos paseables y recoletos, parcelas privilegiadas para la especulación. En el antiguo muelle de Borneo una fila de unifamiliares de lujo lleva al extremo el ideario local de holgura sin ostentación, contemporaneidad sin novelería e impudor doméstico. Cuando el viajero cae en la cuenta de que están planteadas sobre un módulo de seis metros de ancho entiende que no le queda más que decir.

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