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La catedral y el puerto de Málaga por Gustavo Doré. Hacia 1870. SUR
A la sombra de la historia

Málaga en 1866: una ciudad sucia y con olor a pescado

Lunes, 18 de agosto 2025, 00:06

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No todos los viajeros que pasaron por nuestra ciudad quedaron encantados. Al contrario, a la protagonista de estas líneas, la viajera británica Matilda Bentham-Edwards, Málaga le pareció desagradable, polvorienta y pestilente, porque olía a pescado por todos sitios. Matilda era una hija de un pastor protestante que se sintió atraída por la escritura. Publicó novelas, literatura infantil y libros de viajes de sus periplos por Francia, Gales, Alemania, Grecia, España y África. Fue una escritora prolífica, reconocida y popular en su época. Se costeaba sus viajes con lo que percibía por la publicación de sus libros.

En 1866, acompañada por su amiga Barbara Bodichon, viajó a Madrid y Andalucía con la intención de pasar a Orán, pues tenía interés en conocer la ciudad de Tremecén. Tras visitar Sevilla y Córdoba, tomó un tren en la ciudad de la Mezquita, que salía a las seis de la mañana y llegaba a Málaga a las cinco de la tarde. Le sorprendió la variedad del paisaje: bosques de jaras y alcornoques, verdes lomas coronadas de torres, riachuelos cantarines… Al llegar al Chorro el tren, aunque era nuevo, iba tan lento que muchos pasajeros se bajaron y continuaron caminando junto a las vías. Así podían contemplar mejor la belleza de un entorno sobrecogedor.

Al llegar a Málaga se encontró con una ciudad grande (en 1866 contaba con algo más de ochenta mil habitantes), blanca y polvorienta. Las calles siempre olían a pescado –crudo, fresco, cocinado o rancio, matiza– y el suelo estaba muy sucio. Para colmo, durante todos los días que pasaron en Málaga sopló viento, por lo que se atragantaban con el polvo dondequiera que iban. «La gente corriente es sucia y hosca, una raza mestiza, medio gitana, medio bandida, de mirada aciaga». Eso sí, el clima les pareció delicioso, el mar reluciente y el aspecto del lugar, oriental. «El colorido de las montañas es una maravilla y en parte compensa el olor a pescado y la suciedad de las calles», concluye.

El cónsul británico les llevó al Cementerio Inglés. Se llamaba William Penrrose Mark y era, precisamente, hijo del que lo fundó treinta años atrás. Matilde lo describe como un jardín muy bien cuidado en un cerro junto al mar, desde donde se disfrutaba de una hermosa vista. Le contaron cómo enterraban a los protestantes antes, como si fueran perros, en fosas a la orilla del mar.

El puente de Tetuán y la Alameda por Isisdoro Laurent. Hacia 1860. SUR

Matilde y Barbara tenían un especial interés por la educación. Visitaron un orfanato «fundado por una joven y atractiva viuda adinerada que, al perder a su marido y a sus hijos de forma repentina, dedica todo su tiempo y dinero a obras de caridad». De esta manera tan certera retrata nuestra viajera a Trinidad Grund. Y la escuela a la que se refería era el colegio de San Manuel, que apenas contaba con siete años de vida. Se llamaba así en honor al marido y al hijo de doña Trinidad.

Matilda visitó el centro y nos ofreció una estupenda descripción del mismo. Era atendido por hermanas de San Vicente de Paúl, muchas de ellas francesas, algo que le sorprendió, «de rostros hermosos, quizá algo tristes, pero desprenden paz y piedad». Los niños pequeños, de tres a cinco años, estaban sentados en hileras de bancas. Una monja levantaba una letra y los pequeños alzaban sus manitas y gritaban su nombre. Los niños parecían disfrutar con este sistema y se les veía contentos. De la escuela infantil pasaron al aula de las mayores. Allí examinaron las labores, encajes y bordados que realizaban alumnas procedentes de las clases más humildes. Su trabajo se vendía luego y con el dinero las chicas se costeaban su dote. Otras se colocaban para servir en las casas de la burguesía.

A pesar de que estaban a finales de noviembre, para nuestra viajera hacía mucho calor. «¡Qué será en verano!», exclamaba. La Alameda era un paseo agradable, pero insoportable por el viento, el sol y el polvo. Málaga no era un lugar para estar tranquilas. Un reverendo inglés, James Meyrick, escribía en 1857: «Las calles no son seguras por la noche si va uno solo. Aquí el asesinato es como el robo de la cartera en Inglaterra». A pesar de esto, la autora piensa que ha aumentado la seguridad.

En las afueras se veían preciosos jardines llenos de geranios y de rosales, con palmeras que destacaban por encima de las tapias. Por todos lados veía viñedos y se cruzaba con mulas cargadas de pesadas cajas de uvas pasas que iban al puerto. Piensa que es una pena que no haya hoteles en las afueras, pues un enfermo no podría soportar los olores desagradables y el calor de la ciudad. Como el barco que les iba a llevar a Algeciras no aparecía, decidieron partir para Granada.

Un histórico viaje de Granada a Málaga

Tras conocer Granada, las viajeras tenían que volver a Málaga para embarcar. Dio la casualidad que ese día, 10 de diciembre de 1866, se inauguraba el ferrocarril entre Granada y Loja. Poco antes de la salida, unos sacristanes montaron en la estación un altar, adornado con flores artificiales, cintas y lazos. Al poco llegó el arzobispo, fino y elegante, majestuosamente revestido de púrpura, quien rezó unas letanías y bendijo la locomotora. A las doce en punto se pusieron en marcha. Durante todo el recorrido oyeron los vítores y gritos de las gentes que se acercaban a las vías para ver pasar el tren en aquella jornada histórica. A las dos horas llegaron a Loja. En la estación estaba todo el pueblo. Destacaban unas filas de señoras, elegantemente vestidas, abanicándose al sol. Pasaron la tarde conociendo los más bellos rincones de la población granadina. Aún era noche cerrada cuando tomaron la diligencia para Málaga. Nuestra ciudad les pareció ahora incluso un lugar más polvoriento y seguía el mal olor a pescado. Todavía tuvieron que esperar varios días para poder subirse al barco que les llevaría a Gibraltar y, desde allí, a Orán.

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