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Vista de la plaza de los Mártires en la década de 1950. Archivo Municipal de Málaga
El cementerio de los Mártires

El cementerio de los Mártires

Tribuna de la Historia ·

En esta iglesia malagueña existió un camposanto parroquial, documentado ya en el siglo XVII

víctor heredia

Sábado, 26 de octubre 2019, 18:13

Una mañana de noviembre de 1971 una noticia corrió por las calles del centro de la ciudad. Se habían descubierto restos humanos en la plaza de los Mártires, al abrir una zanja destinada a la instalación de un transformador de la Compañía Sevillana. El hallazgo se produjo en un rincón de la plaza, junto a los muros de la parroquia. Numerosos curiosos se acercaron al lugar para ver cómo la máquina excavadora extraía de la fosa tierra mezclada con huesos humanos. Informada la policía, se personó el juez de instrucción, quien dio permiso para la continuación de los trabajos poco después, una vez comprobada la antigüedad de los restos, que fueron depositados en sacos para su traslado al Cementerio de San Miguel.

Como se afirmaba en la noticia que dio SUR, se deducía que en aquel sitio había existido algún camposanto u osario en otros tiempos. Pero la cuestión quedó en el aire. ¿Por qué había huesos humanos en el subsuelo de una plaza tan céntrica?

Para resolver la pregunta primero hay que plantear la manera de dar destino a los cadáveres en el Antiguo Régimen. En la Málaga cristiana, a partir de finales del siglo XV, las personas que fallecían eran enterradas en sagrado, es decir, en el interior de las iglesias parroquiales y conventuales o en su inmediato entorno. La preocupación por la salvación del alma alimentaba la tradición de ser sepultado en un recinto sagrado, lo más cerca posible de los altares. Ahí las cofradías y hermandades jugaban un papel muy importante, ya que poseían capillas con criptas subterráneas en las que ofrecer a sus miembros la seguridad de un destino final adecuado a sus creencias. Las familias aristocráticas y las comunidades religiosas también poseían capillas propias con sus respectivos enterramientos, y en muchas ocasiones éstos se realizaban directamente bajo el pavimento de los templos o en las bóvedas existentes en el subsuelo.

Cuando se presentaban epidemias con consecuencias catastróficas, en forma de una elevada mortalidad concentrada en poco tiempo, era necesario habilitar fosas comunes en lugares relativamente alejados del casco urbano. En estos carneros, como eran denominados, eran depositados un gran número de cadáveres. Las fuentes mencionan algunos que existieron en las proximidades de Zamarrilla y cerca del convento del Carmen, pero destaca el que se instaló en El Ejido para acoger a las víctimas de la devastadora peste de 1637. En este cementerio, que aparece localizado en el plano de Carrión de Mula de 1791 (lo que nos permite situarlo aproximadamente en el lugar que hoy ocupa el Pabellón de Gobierno de la Universidad), se colocó una cruz con una inscripción que recordaba que el número de enterrados en aquel sitio rondaba los 1.300. Esta inscripción fue trasladada en el siglo XIX al Cementerio de San Miguel, conservándose en la actualidad a su entrada, en la plaza del Patrocinio.

Francisco Cabrera Pablos escribía hace unos meses en este medio sobre un camposanto que se utilizó durante el siglo XVIII para dar sepultura a los soldados y pobres que fallecían en el Hospital de San Juan de Dios, a los ajusticiados y a los protestantes. Estuvo ubicado en la playa de La Caleta, en las proximidades del Muelle de Levante, y dado que las inhumaciones se realizaban en la arena, los enterradores apenas profundizaban y, como resultado, los restos quedaban pronto a la vista de los que pasaban por aquel lugar, en el inicio del camino de Vélez.

El crecimiento demográfico y la saturación de los espacios funerarios de las iglesias generaron un grave problema higiénico que el monarca ilustrado, Carlos III, se propuso solucionar con una real cédula de 3 de abril de 1787 en la que dispuso que se construyeran cementerios en las afueras de las poblaciones y se abandonara la costumbre de enterrar en el interior y en los atrios de las iglesias. El mismo obispo de Málaga, José Molina Lario, se había quejado en 1781 de los malos olores producidos por la putrefacción de los cadáveres sepultados en las iglesias y en los cementerios adyacentes, motivo suficiente para promover la creación de nuevas necrópolis en lugares alejados.

Esta medida entró en conflicto con las creencias fuertemente asentadas en la población en cuanto al lugar idóneo para el descanso final con vistas a la salvación, que se antojaba más complicada si el cuerpo era inhumado a las afueras, lejos de los espacios sagrados. Fue una nueva epidemia, la de fiebre amarilla que azotó la ciudad entre 1803 y 1804, la que obligó a poner en práctica la orden del monarca para construir un cementerio general situado en un terreno elevado y ventilado más allá del convento de Capuchinos y cerca del camino de Colmenar. Así nació el Cementerio de San Miguel, aunque su realización tuvo que completar aún un largo proceso de consolidación hasta que se consiguió vencer las resistencias de los fieles, de la Iglesia y de las hermandades. Éstas, por ejemplo, fueron obligadas a levantar nichos en el nuevo camposanto y a abandonar el uso de sus criptas.

Detalle del plano de Carrión de Mula de 1791 en el que se aprecia la cerca que limitaba el cementerio parroquial. Museo del Patrimonio Municipal

Pero sigue abierta la cuestión inicial. ¿Existió un cementerio junto a la parroquia de los Mártires? Sabemos que hubo un cementerio abierto justo a la espalda de la iglesia de Santiago, que fue necesario expropiar junto a otras dependencias parroquiales en 1887 para hacer posible la apertura de la calle Alcazabilla hacia la de la Victoria. La parroquia del Sagrario tenía una amplia bóveda debajo del templo y una parte del patio adyacente también servía como camposanto. En los Mártires igualmente existía un cementerio parroquial, documentado ya en el siglo XVII.

Cuando se produjo la prohibición de Carlos III, los pequeños cementerios de las parroquias, situados a las afueras de las iglesias, adquirieron mayor importancia. Precisamente en los Mártires la Hermandad Sacramental compró varias casas para ampliarlo a principios del siglo XIX. En estos recintos que ocupaban los atrios y las parcelas inmediatas a los muros de las iglesias se enterraban tradicionalmente los más pobres, aquellos que por sus recursos económicos no podían permitirse una sepultura en el interior.

La existencia de un cementerio que se extendía por el perímetro exterior de la parroquia, separado de los estrechos callejones que la rodeaban por una cerca, queda confirmada por varios documentos y por un plano levantado en 1769 por Miguel del Castillo y mencionado por Rosario Camacho. La iglesia de los Mártires fue sometida a una profunda remodelación que incluyó la construcción de una nueva cabecera y la redecoración de todo el templo en un estilo rococó propio de la época. Cuando se reinauguró la iglesia en 1777 también se había hecho un pórtico a los pies del templo, ocupando parte del cementerio.

Hacia el año 1833 la cerca fue demolida y el ensanche consiguiente dio lugar a la actual plaza de los Mártires, que surgió sobre los terrenos del viejo cementerio destinado a los pobres de la parroquia. El descubrimiento de 1971 confirmó que el pequeño camposanto nunca llegó a ser desocupado y que los restos siguen ahí, bajo la plaza. Su pavimento, por cierto, fue renovado en 1973 y en 2015, con mucho cuidado de no profundizar más de lo estrictamente necesario en las inmediaciones del templo.

Noticia publicada en SUR sobre el hallazgo.

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