
«En aquel tiempo el vulgo señalaba como de Salamanca todo lo superior: las poderosas empresas mercantiles, los cuadros selectos y las estatuas, las mujeres ... hermosas, los libros raros y curiosos…» Esto escribía Pérez Galdós del marqués de Salamanca, a quien consideró uno de los españoles más grandes del siglo XIX. José de Salamanca y Mayol nació el 20 de mayo de 1811 en una casa de la malagueña calle Correo Viejo. Su padre era médico, de ideas liberales, y fue perseguido por colaborar con los franceses.
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En Málaga el joven Salamanca estudió en el colegio de Santo Tomás de Aquino y luego cursó en Granada la carrera de Derecho, obteniendo excelentes calificaciones. Entonces se decía: «Bachiller en Cabra y abogado en Granada, lo mismo que nada». El malagueño se mostró rebelde en su juventud y muy apegado a las ideas liberales, hasta el punto de que fue amigo (y hay quien insinúa que algo más) de Mariana Pineda. Ella y sus correligionarios prepararon la sonada fuga del capitán Álvarez de Sotomayor, condenado a muerte, de la cárcel granadina, para lo que disfrazaron al reo de fraile capuchino.
En 1831, Salvador Manzanares, exministro de la Gobernación, se rebeló contra el poder absoluto de Fernando VII. Contaba con la ayuda que desde Gibraltar le iba a facilitar Torrijos. José de Salamanca llevó a cabo delicadas labores de correo en Granada y Cádiz. Cuando Manzanares llegó a Estepona solo encontró enemigos, porque las tropas realistas cayeron sobre él. Tuvo que huir a Ronda y allí acabó suicidándose, atravesándose con su espada. Los dieciséis hombres que acompañaban a Manzanares fueron ejecutados.
Mariana Pineda había bordado para Manzanares una bandera morada con un triángulo verde y las palabras 'ley, libertad, igualdad'. Por eso, fue detenida y condenada a muerte. Salamanca y los suyos intentaron sacarla de la cárcel disfrazándola de monja, repitiendo la misma argucia que habían utilizado años atrás con Álvarez de Sotomayor, pero el juez Pedrosa se olió el plan.
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En Málaga los mejores amigos de Salamanca fueron Heredia y Estébanez Calderón, sus futuros cuñados, y el librero Luis Carreras. Este tenía su librería en la plaza de la Constitución -más o menos donde estuvo la histórica Librería Cervantes- y su vivienda en las plantas superiores. En su casa escondió varias veces a José María de Torrijos. Cuando los hombres del gobernador entraban en su casa a buscarlo, el general se metía en un armario -que tenía una puerta oculta que le facilitaba el paso a la casa contigua- y huía disfrazado por los callejones de Siete Revueltas, a los que daba la parte trasera de la vivienda.
Cuando detuvieron a Torrijos en diciembre de 1831 y lo condenaron a muerte, Luis Carreras le propuso a Salamanca que fuera a Madrid a entregar al rey la petición de indulto, pues Torrijos había sido de joven paje de Carlos IV y su hermano trabajaba en Palacio. El correo del gobernador lo llevaba un teniente de carabineros que había participado en la detención de Torrijos y se llamaba Francisco Serrano (y con los años alcanzará el puesto de general y amante de Isabel II). Dos días y dos noches tardó el joven Salamanca -que entonces tenía veinte años- en llegar a Madrid. Allí el hermano de Torrijos consiguió poner en la mesa del monarca la petición de indulto, que este apartó molesto. Cuando llegó el correo del gobernador, Fernando VII escribió de su real puño: «Que los fusilen a todos. Yo, el Rey». Y siguió departiendo con sus amigos de tertulia.
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El marqués de Salamanca tuvo muchas amantes y dejó un reguero de bastardos fácilmente reconocibles porque nacían inevitablemente con seis dedos en cada pie. Eslava Galán se imaginó a Petronila Livermore como una señora «tirando a triste que solo usaba el hábito del Carmen y consumió su vida en rezos para redimir el alma de su esposo pecador». Contaba Sebastián Souviron que, cuando el matrimonio se fue a vivir a su nuevo palacio madrileño de la Castellana, Petronila se quiso llevar sus gallinas desde Málaga y estas correteaban por los salones calzadas con unos patucos en los que se habían bordado las iniciales de sus nombres. En cierta ocasión estuvieron a punto de enterrar vivo a Salamanca. Fue en 1834, siendo alcalde de Monóvar (Alicante). Se había extendido una mortífera epidemia de peste y los fallecidos se contaban por centenares. Un día cayó enfermo y los criados le dieron por muerto. La suerte fue que, como Salamanca era de gran estatura, hubo que construir un ataúd a su medida. En el interín, un criado espabilado intentó abrir el cajón donde el alcalde guardaba el dinero y Salamanca se levantó de improviso propinando a este un susto de muerte.
Ya dijimos quiénes eran los otros amigos malagueños de Salamanca. Como su padre era el médico de los Livermore, José de Salamanca había entrado en su casa desde pequeño y había jugado con Petronila Livermore, con quien se acabaría casando en la iglesia de Santiago en 1835. Su cuñado Heredia les dejó veinte onzas de oro que serían la base de su fortuna. Con veintiséis años inició su carrera política, al ser elegido diputado a Cortes por Málaga. Salamanca hizo negocios en la construcción, la bolsa, la banca o el ferrocarril. El dinero entraba en su casa a riadas. Ganó tanto que estuvo en condiciones de prestar al Estado cuatrocientos millones de reales que la Hacienda le devolvió en inmuebles procedentes de la desamortización, lo que multiplicó su capital.
A pesar de la severidad en el gasto que se atribuye a muchos banqueros, Salamanca fue todo un derrochador. Compró palacios en Madrid, París, Berlín, Lisboa y Roma, que amuebló espléndidamente con antigüedades y cuadros de Goya, Murillo o Velázquez. Celebraba banquetes con cien comensales y todos se disputaban su amistad. En Madrid adquirió dos millones de kilómetros cuadrados donde levantó el barrio que lleva su nombre, inspirado en los bulevares que Haussmann diseñó en París.
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