Vidas a solas: La soledad de los mayores, un problema social en cerca de 70.000 hogares de Málaga
El perfil mayoritario es el de una mujer de más de 80 años, con una escasa red de ayuda y una enfermedad crónica
Murió solo y así estuvo su cadáver hasta que lo halló una antigua empleada un año después. Se trataba de un ciudadano de 86 años de origen japonés que residía en Fuengirola. Es un caso extremo de un fenómeno al alza: la soledad de los mayores. En la provincia, cerca de 160.000 personas viven solas, de las que casi 85.000 son mujeres, frente a los 75.000 varones. Los mayores de 65 años en hogares unipersonales son 70.000 y, de nuevo, son más ellas (46.900) que ellos (23.700). Tras esta diferencia de género, dos factores, según la investigadora Mônica Donio Bellegarde: las mujeres son más tendentes a vivir solas y, además, ellas son más longevas. Javier Yanguas, director científico del programa de mayores de la Fundación La Caixa, expone que el rostro de la soledad es el de una mujer mayor de 80 años –sólo en la capital hay más de 4.000 personas de más de esa edad sin compañía–, con una enfermedad crónica, escasa red social y sin hijos o con sus hijos fuera de su ciudad.
No es la única diferencia: las mujeres suelen reconocer más que los hombres que están solas; a ellos su educación les lleva a ocultar más sus sentimientos. Los hombres se abren menos a los demás y alimentan más su soledad. A ellas les es más fácil crearse redes de apoyo. Los episodios que elevan el riesgo de soledad también difieren: para las mujeres, la viudedad; para los varones, la jubilación.
Días antes de que apareciera el cadáver del hombre de Fuengirola, en Torremolinos se salvó la vida de una mujer de 84 años que había sufrido un accidente en la bañera después de que una conocida con la que solía desayunar contactara a la policía preocupada porque llevaba días sin verla. Yanguas expresa que, más que llamar la atención sobre lo dramático de que una persona muera en soledad o de que no se encuentre su cadáver hasta meses después, hay que poner el foco en garantizar la dignidad de la vida hasta el último día: más que señalar cómo se muere, hay que ver cómo se ha vivido. Ello significa, dice Yanguas, acompañarnos cuando el deterioro físico y cognitivo lleva al aislamiento, al tiempo que se pierden amigos y familia de edad avanzada.
En esto está empeñada, por ejemplo, la Fundación Harena, que dispone de una red de voluntarios que acompañan a mayores solos. Se trata de una de las organizaciones, junto a Cruz Roja y al Teléfono de la Esperanza, con las que trabaja el Ayuntamiento de la capital malagueña contra la soledad. Angie Moreno, su gerente, precisa que Harena atiende a una media de mil personas al año. José Antonio Pérez Morales es uno de sus voluntarios y acompaña a Paqui, de 69 años, a la compra o a hacer gestiones porque es una persona muy dependiente. «Aprendo mucho de ella», confiesa José Antonio, que añade que ambos han logrado tener una conexión muy especial. Es un beneficio mutuo: a él la experiencia le proporciona bienestar y ella dice que sin su compañía no saldría a la calle.
La vida en soledad es un fenómeno creciente por los cambios en las formas de convivencia, más fluidas, la fragilización de las relaciones sociales y el individualismo rampante. Antes estábamos pendientes de los vecinos y, aunque ello tenía el riesgo de suscitar cotilleos, también era una forma de cuidado. Fue algo que se recuperó algo en la pandemia con iniciativas, por ejemplo, para ayudar a los mayores del bloque, pero se disolvió rápido. Por eso, Yanguas invita a invertir en la comunidad y a apostar por asociaciones que tejan redes. Además, hay un nicho de empleo no reemplazable por máquinas y en expansión que puede atender a los mayores solos: trabajadores sociales, comunitarios, educadores...
Las cifras actuales de personas solas menores de 65 años anuncian una explosión de mayores solos dentro de dos o tres décadas. Y las proyecciones del INE apuntan que en la provincia habrá más de 222.000 hogares unipersonales en 2037, un 30% más que en 2022. Bellegarde augura que las generaciones jóvenes necesitarán más apoyo porque tienen menos hijos, más movilidad geográfica y porque la tecnología posibilita que se mantengan relaciones en la distancia, pero que sean más superficiales.
El sociólogo Juan Díez Nicolás aporta una visión menos desesperanzada: «La soledad no es un rasgo objetivo permanente; es un sentimiento». E insiste en que no está ligado a vivir solo: hay personas en hogares unipersonales que no se sienten solas y hay otras rodeadas de gente que sí. Según un estudio municipal, sólo un 14% de los mayores que viven solos han manifestado que ello les afecta emocionalmente.
El sociólogo atribuye la muerte en solitario no al sentimiento de soledad, sino a la circunstancia de vivir solo. Argumenta con su propia vida: tiene 85 años, vive solo desde 2008 y no se siente solo, pero sí cree que un día puede tener una caída en la bañera y no contaría con una ayuda inmediata. E incorpora otro elemento de análisis: los mayores con renta baja, problemas de movilidad y que requieren a alguien que les ayude son las más proclives a sentirse solos –la soledad es también cuestión de clase social–.
Germán Calvo 61 años
«La gente se queja de que ha estado dos años de pandemia. Yo llevo cinco»
Se conecta al mundo a través de Facebook. En esa red social Germán Calvo, de 61 años –más joven que la imagen que viene a la mente cuando se habla de mayores solos–, cuelga sus versos . Y tiene éxito. Presume de que llegó a sumar el número de 'amigos' que como máximo permite esa red social: «Cuando sepa quién soy, te diré quién eres»; «olvidar: qué pena cuando nosotros lleguemos a que nos olviden» son algunos de los aforismos que comparte también por WhatsApp. Bromea con que la gente quiere leer frases cortas pero que digan mucho y eso, afirma, es muy difícil.
Lleva cinco años sin salir de casa y siete meses postrado en una cama convaleciente tras varias operaciones y preparado para la que tiene pendiente que amenaza con dejarle en una silla de ruedas, aunque se rebela contra ese pronóstico y la posibilidad de dar con sus huesos en una residencia porque le acecha también un desahucio. «La gente se queja de que ha estado dos años de pandemia. Yo llevo cinco, más siete meses metido en esta puñetera cama», lamenta. Como no se puede levantar del lecho, al alcance de la mano ha de tener todo lo que puede necesitar al cabo de los días: móvil, papel y boli, leche, agua, tuppers de comida, «la cuña para hacer pipí»... Y en un lugar secreto tiene una llave para quien lo quiera visitar.
Disculpa a sus familiares que no van a verlo: «Tienen muchos nietos; ellos qué más quisieran que venir... yo no me quejo, lo entiendo». Pero se emociona al confesar que le resulta muy duro que su hijo lleve un año sin llamarlo.
Un voluntario, Krzysztof, que lleva visitándolo dos años, le da conversación y le ayuda con la burocracia: gracias a él, ha logrado a una pensión. «Tenemos ya una relación amistosa y por eso vengo», dice Krzysztof. Además le tratan un fisio y un psicólogo.
Su conversación es profunda, llena de humor y también de desesperanza: «¿Amigos? te lo voy a decir como mi abuela: el más amigo te la pega, no hay más amigo que Dios y un duro en la faltriquera». En el pasado fue comercial y por eso, conoce «a miles de personas», pero insiste: «Amigos de verdad después hay pocos». Le dejamos pensando si será capaz de escribir sus dolidas reflexiones sobre la violencia machista, que denuncia.
Maricruz Cañedos 88 años
«Estoy falta de cariño, de un abrazo y me digan 'te quiero'»
Por la mañana, tras asearse y tomarse una manzanilla, Maricruz Cañedos, de 88 años, se sienta en un sillón del que ya no se levantará y en el que ve el tiempo pasar. Y así, «un día, y otro día y otro día». Hace dos años que no sale de casa. Y aunque a las once y media de la mañana llega Inma, a quien envía el Ayuntamiento y que la ayuda con la compra y la casa y con quien habría de salir un poco, no se siente con fuerza para bajar los dos pisos que la separan de la calle, a lo que se suma que depende de una máquina de oxígeno a la que debería estar conectada 16 horas al día.
Perdió dos hijos; uno, hace escasos meses, muerte que le trataron de ocultar. Las dos hijas que le quedan, así como sus nietos, apenas pueden visitarla, por las enfermedades y los problemas que afrontan en sus propios hogares. O así quiere disculpar Maricruz a los suyos.
Cuando vamos a su casa, a las once de la mañana de un viernes, está con una vecina, Caños Santos, y al poco llega Inma, a quien Maricruz le da la lista de la compra con lo necesario para el fin de semana. Caños Santos, que vive en la puerta de al lado, está muy pendiente de ella, pero reclama que necesitaría tener atención continua, porque ahora sufre una dolencia que le ocasiona inquietantes y abundantes sangrados y que muy probablemente la llevará al quirófano. Maricruz reconoce que si tuviera dinero, contrataría esa ayuda. Lo que no quiere es irse de su casa: «Quien me quiera ayudar en algo, pues aquí estoy; quien tenga corazón y una 'mijita' de humanidad, aquí estoy », dice.
La mujer se emociona cuando clama que está «falta de cariño» y que lo que necesita es un abrazo y le digan que la quieren, para poder también devolver ese cariño. Pero amor propio no le falta: « Yo me quiero mucho; soy muy mayor, sufro, pero yo no me quiero morir. Yo nunca le he pedido la muerte a Dios». «Compañía, necesita compañía», insiste la vecina. Esa compañía, además de la vecina con la que algún rifirrafe tiene fruto de la mutua confianza, e Inma, también se la presta una voluntaria de la Fundación Harena, Belén, «una muchacha muy buena», y pide que «no la abandonen».
Alberto Pimienta 84 años
«He bajado a los infiernos buscando compañía»
El caso de Alberto Pimienta, 84 años, lleva la contraria a la estadística: aunque los hombres son menos tendentes a reconocer su soledad, él lo hace; y pese a que es autónomo e intenta salir todos los días a darse una vuelta –aunque una caída le ha hecho coger algo de miedo–, le envuelve un halo melancólico. Y nostalgia. Su soledad viene de antiguo, dice: «Yo siempre he vivido un poco en soledad, lo debo confesar», aunque añade: «Puedo asegurar que he bajado a los infiernos buscando compañía, cariño, el sentir, la piel... y no la he encontrado». En los últimos años, su situación se ha agravado fruto de la pandemia, que le provocó la pérdida de gran parte de los suyos.
Pero el relato que nos hace de su vida está plagado de anécdotas con los grandes de la cultura: frecuentó la compañía de los escritores Carmen Laforet, Ángel González o Terenci Moix.
Alberto se ganó la vida con la música: fue pianista, concertista y también profesor de la disciplina. Nació en Tánger en una familia víctima de la persecución de la dictadura franquista (su padre era republicano y masón), a lo que achaca el déficit de cariño en su infancia. Luego se mudó a Madrid, donde vivió con su hermana, quien lo había criado y con quien a continuación se trasladó a Málaga. Y aquí tuvo dificultades para hacer relaciones: «Cuando llegué, lo intenté, pero hay una edad en la que no se pueden hacer amigos; conocidos, sí, pero amigos es muy difícil». Aunque matiza: «No puedo decir que no tenga a nadie, nadie. Puedo contar con uno o dos amigos. uno, que era vecino, está siempre pendiente de mí».
También se ve con un voluntario, José Alberto, con quien ha hecho buenas migas, porque ambos están muy interesados en la cultura. Esta conexión es la que le da la clave para trasladar su demanda a los poderes públicos: «Hay que estudiar cada caso; yo tuve la suerte de coincidir con una persona a la que le interesa la literatura, pero otra persona puede tener otra necesidad».
El amor a la cultura no es suficiente motor para llevarlo a las salas de conciertos: quiere alguien al lado para poder comentar; como en su sofá para ver 'Saber y ganar'. A cambio, le acompaña un libro de Góngora, 'Soledades...'.
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