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El día había amanecido fresco, pero tardó en entonarse lo mismo que el público que acudía por decenas de miles a despedir a Francisco, el ... Papa que hizo de la humildad y la cercanía a los más vulnerables un banderín de enganche, el único capaz de tocar la fibra de propios y extraños. No eran aún las 8 de la mañana y largas colas trataban de acceder desde el Largo de Colomato y el de Alicorni a la plaza de San Pedro, donde dos horas más tarde se oficiaría el funeral que ha tenido toda la semana en vilo a 1.500 millones de personas. Una nube envolvía la cúpula de la plaza como una gasa, mientras los helicópteros sobrevolaban el espacio aéreo del país más pequeño de la Tierra y las palomas rondaban, curiosas, a un dron que documentaba el momento. Las apreturas no tardaron en producirse entre la concurrencia, al tiempo que una sinfonía de lenguas llegadas de todo el planeta. «Ich liebe dich», «Arigato», «Do you speak English», «Olvidé el tabaco»... se adueñaban del momento. El dispositivo de seguridad había convertido el recinto en una suerte de laberinto: once mil militares y miembros de los cuerpos de seguridad, francotirados, cámaras con reconocimiento facial... y los detectores de metales trabajando a destajo. A la entrada de la Columnata de San Pedro, los altavoces crepitaban con los ritmos ancestrales del 'Santa María, ora pro nobis pecatoribus'.
«Álvaro, venimos a rezar, no a enfadarnos. No hagas que me arrepienta de haberte traído», silabeaba una madre mientras su marido empujaba un carrito con el benjamín de la familia, imbuido de una determinación inquebrantable. Intento coger la ola buena, donde haya españoles, pero la marea me arrastra hasta otras costas, las de Brasil, Croacia o Angola. «Si nos perdemos, quedamos junto a la Escalera Santa». Cristóbal y Santiago son de Chile, aunque viven en Roma. «Cuando le eligieron vine a verle –dice el primero–. Figúrate, el primer Papa latinoamericano. Y ahora me toca despedirle. Mira a tu alrededor, ¡han venido tantos! Es más que nunca un funeral para todos los públicos. Le queríamos y bien sabe Dios que al que venga detrás le va a costar calzar esos zapatos». Santiago ya tiene un nudo en la garganta. «No pienso sacar ni una foro, quiero vivir cada segundo».
Álex Codau y Elena Martínez vienen de Madrid con el colegio Pureza de María. Venían a la canonización del joven Carlos Acutis, pero la muerte repentina de Francisco ha cambiado sus planes. «Se habla mucho de las autoridades que han venido, pero no te equivoques. Esto es ante todo un funeral del pueblo». Marta Lozano, también de Madrid, lo corrobora. «Para mí es emocionante estar aquí y poderle decir lo mucho que ha significado para nosotros». De la Obra de San Juan de Ávila vienen 61 chavales, «para mostrar nuestro agradecimiento al Papa que se va y nuestro apoyo al que coja su testigo». La lista es interminable. «Come and go with me to my Father's House», canta un filipino a su lado con el entusiasmo de un evangelista. Reyes Arribas y Maite López vienen de Valencia. «Nuestra idea era haber venido la Semana Santa por el Jubileo, pero el precio se disparaba... ¡y mira con qué nos hemos encontrado! Esto es conectar con la Cristiandad y lo que representa».
Hay muy buen rollo, mucho 'disculpe' y 'me permite pasar', como si estuviéramos en la casa de todos y la cortesía fuera de obligado cumplimiento. Por la megafonía derraman un reguero de letanías, para pedir luego que no se levanten carteles ni ondeen banderas, lo que desde donde estamos se me antoja imposible. Un bosque de teléfonos móviles se alza sobre las cabezas que el sol golpea con saña pese a ser sólo las diez de la mañana. La campana del Vaticano impone silencio a la multitud, porque toca despedir a este Papa que ha sido faro de migrantes, banderín de enganche de pobres y enfermos, y látigo de pederastas.
Bien, me declaro oficialmente atrapado después de dar un paso y tropezar con la mirada admonitoria de una anciana dispuesta defender su medio metro cuadrado con uñas y dientes. Con la llegada de los sediarios pontificios, el féretro a hombros, estallan las salvas de aplausos, labios que murmuran con el rezo del rosario. Todos tratan de ver cómo discurre la ceremonia; nunca un obelisco egipcio de 40 siglos había estorbado tanto. La ceremonia alterna el latín, con el inglés, el español, el francés, el alemán... Un hombre le da el pésame a unos argentinos, que lo aceptan con naturalidad. No veo lágrimas, pero sí rostros reflexivos, la mirada perdida, soportando estoicos el sol y dando por buena esa pequeña penitencia como homenaje postrero. La gente asiente mientras uno de los oficiantes enumera las virtudes del fallecido, «cómo se mostró atento al curso de la sociedad, ofreciendo respuestas sin perder de vista el signo de los tiempos. Espontáneo, rico de calor humano», con un mensaje capaz de arrullar el corazón de las personas.
Felipe Arizu, de Madrid pero descendiente de argentinos, ha venido con sus cuatro hermanos, cada uno con sus maridos y mujeres, y suman catorce hijos, de 0 a 15 años, unos somnolientos y los otros atentos como lebreles. «Veníamos a la canonización de Carlo Acutis y hemos acabado en otra ceremonia muy dista de la que esperábamos. Pero estamos agradecidos de participar en la despedida de Francisco, de tener la oportunidad de vivir en familia una ceremonia del calado que tiene ésta –explica Marina Wamba, su esposa–. En definitiva, de que los niños vean una Iglesia viva, que el templo al que les llevamos cada domingo realmente trasciende esas paredes y es algo de lo que participa gente de todo el mundo». Su cuñada Martina, postrada en una silla de ruedas, no puede ser más feliz. «Ver la universalidad de la Iglesia es una sensación insuperable».
Empieza a agitarse el fondo de la Vía della Conciliazione y aprovechamos para buscar la salida, en busca del segundo acto de un drama urdido para provocar esperanza. Al otro lado del puente sobre el Tíber, el paisanaje da una tregua que no tardará en demostrarse breve. Junto a la gente que empieza a asegurarse un sitio en las aceras para ser testigo del paso de la comitiva con los restos de Francisco camino de Santa María la Mayor, menudean las terrazas con turistas más proclives al prosciutto que al alimento del alma. Los hay también con el cogote rojo y la nariz pelada que miran el bullicio como las vacas al tren, ajenos a un episodio con el que nada tienen en común.
En el Corso de Vittorio Emanuele, Carol Olmedo y Raúl Martínez (Barcelona) repasan las últimas horas. «Teníamos contratado un viaje sorpresa por mi cumpleaños y en cuanto vi las monjas en el aeropuerto se destapó el pastel», explica ella. «No somos religiosos, pero es imposible sustraerse aquí al sentimiento que ha levantado este hombre. Te remueve por dentro ver tanta gente motivada. Como no era un Papa tradicional, se hacía más cercano incluso para los que no creen. Además, los Museos Vaticanos los podemos ver cuando queramos, pero esta ceremonia no».
Hileras de curiosos se asoman a las aceras, unos con la cámara de fotos, otros con el rosario, los más conscientes de que cualquier otro plan tendrá que esperar mejor ocasión. «A ver si llegan, que no estamos aquí para hacer el tonto», desliza Isabel Lozano, natural de Las Palmas de Gran Canaria pero casada con un italiano, una romana más desde hace años. Es guía turística, de ahí el tono cuartelario, y hoy le ha tocado pastorear a un grupo de norteamericanos, a los que ha subido a la escalinata de la iglesia de San Andrés della Valle para que vean pasar el séquito desde las alturas. «Estoy acostumbrada a esto: he vivido el Papado de Wojtyla, el de Ratzinger y ahora este, por no hablar de las canonizaciones, que aquí son un clásico». Lozano se reconoce practicante y lo que ve le toca la fibra, «porque demuestra que todavía hay fe, un valor que cobra peso en un mundo convulso como el que nos ha tocado vivir».
Un poco más adelante, junto al templo del Gesú, la iglesia madre de la Compañía de Jesús, una turbamulta de 30 chavales del IES Sports Morella, de Castellón, se afanan por coger un buen sitio. «Ayer estuvimos en la capilla ardiente y cuando le vimos, joer... Es emocionante participar de todo esto». En el quiosco de prensa que hay detrás la gente se arremolina, prendados todos por la colección de imanes, figurillas y estampitas de Francisco.
– ¿Cómo le va el día? Hoy no se quejará de gente.
– La verdad es que bien. Para eso abrimos, ¿no?
El siguiente paso es la Plaza Venecia, atestada de gente y a la sombra de la imponente mole del Altar de la Patria. Allí aguardan pacientes Aurora González y los 14 chicos y chicas que se ha traído de Torna, en el Valle del Jerte, y de La Candelaria (Salamanca). Les ha organizado el viaje la Pastoral Juvenil de la diócesis de Plasencia y han tenido que remodelar el programa a contrarreloj para participar de esta despedida. «Es que ya me dirás, esta es una cosa que vas a recordar el resto de tu vida».
María Tena y Adrián García, también de Barcelona, han venido a pasar el fin de semana, aunque el follón es de tal calibre que ya no reconocen ni sus planes. «Llevamos invertidas 3 horas y 48 minutos en ver el coche que no acaba de pasar». Su desesperación es genuina, porque el pasillo por donde caminábamos se ha estrechado y unas vallas cierra ahora el paso. Estamos de nuevo atrapados. «Yo de aquí ya no me muevo; primero le vemos y luego le pedimos lo que traemos preparado», desliza ella mientras se cruzan una mirada tierna.
Cuando el vehículo irrumpe en la plaza, la agitación vuelve a adueñarse de la muchedumbre, que dispara los móviles como si no hubiera un mañana. Son las 12.40 horas y el paso de la furgoneta con los restos ha durado 4 segundos de reloj. Cuando las asistencias vuelven a dejar libre el paso vemos que la pradera que cubre el Foro Imperial se ha llenado de amapolas, como si la naturaleza se hubiera confabulado para darle a Francisco la despedida que se merecía,
La media hora transcurrida en esa ratonera hace que lleguemos a Santa María la Mayor al humo de las velas. Jorge y Hugo han venido a visitar a Paula, que lleva un mes de Erasmus y extrañaba a los amigos. Ellos, más religiosos, se toman a pecho todo lo que ven alrededor –«actos así los que fortalecen la fe de las personas», dicen–, mientras que Paula modula su entusiasmo. «La gente emocionada, llorando, muchos aplausos... Pero es que para ver algo tenías que ponerte de puntillas y con el móvil. Eso sí, mucho respeto, ni un solo grito. Y la gente consciente de que esto no es un concierto, que si tienes que esperar, se espera».
A la puerta del templo una monja ha salido a rezar el rosario. Mientras desgrana los misterios, se inicia la desbandada en busca de una trattoria donde comer. Allí resiste, sin embargo, una familia de argentinos, todos con la albiceleste, un imán para los reporteros que siguen micrófono en mano a la caza y captura de testimonios. Viviana y Gustavo –ella profesora, el ingeniero– acababan de salir de un retiro en España cuando conocieron la noticia del fallecimiento. «Los cambios no son siempre bienvenidos, pero eso precisamente animaba a Francisco a ser rebelde en la fe. Creo que el mejor servicio que le podemos hacer es darle los que nos quedamos una oportunidad a la paz». A su alrededor, la gente reza con una devoción inasequible al desaliento. Ruegan a Dios por el alma de Francisco. Y también un poco por la de todos.
La multitud que acompañó ayer el sepelio de Francisco contiene historias muy en consonancia con el espíritu que se propuso legar el Pontífice. Quizá sea porque hay razones que la razón no entiende que Antonio Santos decidió un buen día dejar su trabajo en Banca y después en un colegio, para sumergirse en lo que había sido su vocación desde que veía a sus padres «ayudar a los más necesitados, detenerse a hablar con ellos», hacer de algo tan simple como escuchar el cuaderno de bitácora de su vida. Así pues, hizo las maletas y abandonó su Granada natal para tratar de dar sentido a su vida en Roma, donde ya con casi 30 estudió Teología enfocada a la ética económica. Siete años después, Antonio ha descubierto el sentido de su vida, abrazando «una vocación que tiene menos de enamoramiento que de amor pausado».
Antonio, que ya de adolescente le gustaba echar una mano en residencias de ancianos, conoció a Daniele, un marino militar que le propuso colaborar como voluntario con la Orden de Malta –orientada a la ayuda humanitaria–, una opción al alcance de todos en una ciudad donde, desde Cáritas o la Comunitat Sant'Egidio hasta las Hermanas de Madre Teresa o la Limosnería Apostólica, exploran un sinfín de fórmulas de ayuda.
Empezó a frecuentarlas y descubrió la posibilidad de echar una mano en un escenario inesperado, la Columnata de San Pedro y la Vía de la Conciliazione, a la legión de indigentes que salen a la luz cuando se echa la noche. «Les llevo caldo caliente en invierno, té, café, un bollo... Estoy pendiente de sus necesidades, de si necesitan un saco de dormir, una tienda de campaña o, simplemente, un par de zapatos».
Antonio tiene muy claro que él recibe más que da. «Te remueve por dentro que sean ellos, los que menos tienen, los que te pregunten siempre por cómo te ha ido el día y se acercan a animarte si te ven alicaído». Los destinatarios de su ayuda atienden a perfiles diversos. «Los hay con problemas mentales, drogadictos, gente que ha caído en un pozo tras un matrimonio roto... Me acuerdo de un egipcio, le llamaré Ibrahim, que vive de hacer chapuzas y que en lugar de costearse un alquiler destina todo ese dinero para asistir a su familia en El Cairo, mientras él duerme en la calle. O esa otra mujer llegada desde Cuba, donde siempre tenía hambre pero ahora, dice, eso no le pasa».
Es como una catequesis a cielo abierto. «En esta ciudad el sentido de ayuda está muy extendido. Un día nos llegaron 50 pizzas porque su dueño no les había podido dar salida. Su deseo ahora que su ordenación se aproxima es absorber el espíritu de Francisco, la mirada que reconoce la dignidad en todos los hijos de Dios».
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