El rechazo del enfermo mental
Relaciones humanas ·
JOSÉ MARÍA ROMERA
Domingo, 15 de octubre 2017, 10:21
La reciente celebración del Día Mundial de la Salud Mental ha vuelto a poner ante nuestros ojos una realidad no diremos que oculta pero sí discretamente velada, al menos si se la compara con otras marginaciones mejor tratadas por la opinión pública y la sensibilidad social. Poco importa que una de cada cuatro personas padezca algún trastorno o enfermedad mental a lo largo de su vida. Pese a la evidencia estadística, la proximidad de esta clase de dolencias no ha contribuido a mejorar la percepción que el común de las gentes tiene de quienes las sufren, ni tampoco a sensibilizar a la sociedad contra un rechazo que, enmascarado bajo sutiles formas de paternalismo o de falso respeto, sigue recayendo sobre un sector considerable de la sociedad. Los avances en la atención y el tratamiento de las enfermedades mentales no han venido acompañados de un cambio paralelo en la imagen negativa del enfermo.
Sería injusto, no obstante, atribuir tal rechazo a la insensibilidad del resto de personas. En la mayoría de los casos, sea cual sea la forma y la intensidad que adopte, se trata de una actitud inconsciente favorecida por una serie de factores que no se dan ante otras clases de enfermo. Todos somos sensibles al dolor ajeno y en distinta medida mantenemos la capacidad de apiadarnos de quien lo sufre y la disposición a prestarle a ayuda o a propiciar que otros se la presten. Sin embargo, esa disposición parece reducirse ante los desórdenes mentales, menos dados a activar los resortes de nuestra empatía. Uno se coloca con facilidad en el lugar del accidentado, del sorprendido por un ictus o del ingresado en la UCI por una neumonía: una de las primeras cosas que piensa entonces es que podía haberle pasado a él. Pero rara vez se inclina por ese mismo pensamiento cuando ve ante sí a un deprimido, un enfermo de bipolaridad o un paciente psicótico. Antes al contrario, lo percibe situado al otro lado de una invisible barrera, lejos de él, como si la sensación de fragilidad que siempre provoca la pérdida de salud no produjera esta vez el habitual efecto humanizador sino que lo deshumanizara.
El tantas veces mencionado «estigma» del enfermo mental proviene de ese alejamiento, de esa reclusión en otro territorio que no nos corresponde y del que muy a menudo huimos para acentuar las distancias. Saber que esta reacción es el injusto fruto del desconocimiento sirve de poco; el poder del estigma reside precisamente en concentrar sobre él la percepción ajena del estigmatizado anulando sus restantes atributos, haciendo que sea visto únicamente como portador de una marca ominosa y no como un semejante con quien nos hermana un buen número de rasgos comunes. Podría decirse que, mientras en otros casos de enfermedad nos fijamos en el individuo y no en su mal, en estos es la enfermedad la que acapara nuestra atención imponiéndose sobre la persona: una tendencia a la que no son ajenos los propios profesionales y especialistas en salud mental.
Martin Luther King «Si no aprendemos a vivir juntos como hermanos, moriremos juntos como idiotas»
Pero tal vez el principal factor de discriminación del enfermo mental esté relacionado con el miedo y la incertidumbre. Si los intentos históricos por acercar al 'loco' a la comunidad derribando los muros de los psiquiátricos e integrándolo en redes de convivencia cotidiana no dieron los resultados deseados fue debido principalmente a que sus artífices no tuvieron en cuenta las reacciones instintivas de una gente 'normal' a la que la sola presencia del diferente asusta. Con el tiempo las actitudes defensivas irían menguando, pero no desapareciendo del todo. Contra toda evidencia, los prejuicios y los tópicos hacen que uno de los sectores de población más inofensivos sea visto como una fuente de peligro potencial. Es evidente que en este estereotipo sesgado del enfermo mental amenazante se congregan fantasías y supersticiones de diverso origen, a cual más falta de crédito: desde las ligadas a atávicas creencias religiosas en posesiones diabólicas a las explotadas por los géneros de terror de la ficción cinematográfica con sus horripilantes personajes psicópatas. Pero posiblemente los principales propagadores de esta imagen inquietante sean hoy los medios de comunicación, y no solo los entregados al sensacionalismo. A la precariedad -en cantidad y en calidad- de la información documentada sobre la salud mental se une la propensión a introducir el factor psiquiátrico en las crónicas de sucesos, y a hacerlo además en trazo grueso, por medio de estereotipos que vinculan el delito con las patologías mentales. Añádase a ello la tendencia retórica a describir determinadas conductas por medio de tecnicismos médicos -desde los comportamientos políticos veleidosos descritos como «esquizofrénicos» hasta las actitudes temerarias de los «pirómanos»- sin que se tenga en cuenta el daño causado a quienes padecen esos problemas no en el plano metafórico sino en el real, y se llegará a la conclusión de que aún queda bastante camino por andar.
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